Opinión
Ver día anteriorLunes 22 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Era la última frontera
E

n el tiempo aquel en que llegamos a La Constancia comenzaba la conquista de la última frontera. A mediados de los años 70 del siglo pasado, el gobierno central había decidido poblarla como virgen e innominado horizonte agrario. Gente de todas partes de la República migró a la selva, hasta la esquina exacta donde termina el país, el gran río da vuelta y la frontera deviene línea arbitraria que sólo existe en los mapas.

Las familias del poblado, relativamente nuevas en el área, estaban colonizando. Procedían de la Costa Grande. Algunos habían sido tiburoneros. Tal vez por eso, como pronto descubrimos, conservaban fuertes instintos predadores.

Federico no era excepción. Vivaz y líder emergente, nos recibió en la orilla, de mano a cada quien, chorreando sobre sus pies descalzos, y nos condujo ante don Rufo, el patriarca de la aldea, y por default autoridad de La Constancia. Resultó receloso, no hospitalario como Federico. Ya iríamos entendiendo sus reservas. Como quiera que fuera, conformábamos una expedición con personal del gobierno, que si acusaban de saqueo a los colonos, cuando menos los iban a multar. Debió pensar que el famoso fotógrafo podía ser un señuelo para delatar sus trafiques de especímenes. Se puso a la defensiva.

Le bastaron 10 minutos de perorata del fotógrafo Míster Agenciota en florido e incorrecto castellano para comprender que eran iguales: despiadados cazadores natos. A partir de esa revelación surtieron su efecto simbólico los salvoconductos que nos autorizaban.

Rodeados de mujeres, niños y perros, vimos a don Rufo llamar con ademán imperioso a Federico y encomedarle allí, delante de todos, la tarea de guiarnos a los parajes que le gustaban más al quetzal. Contábamos sólo con unas cuantas horas. El artista de la lente pretendía regresar por la tarde y dormir en Puerto Carrillo, y no por comodidad, era un tipo de piel dura, acostumbrado a guerras y safaris. Es que llevaba una agenda apretada y al otro día tenía acordado un viaje en avioneta con los soldados de la guarnición ribereña para tomas panorámicas, y pasado mañana una cena con el gobernador, el obispo, el general y el embajador de su país.

Así que a meterle caña. Se armó una comitiva de dos adolescentes y el señor Oceguera (así se presentó) para abrir monte con sus machetes. Todos llevaban terciada una escopeta, aunque les pusimos la condición de no matar animales en nuestra presencia, a menos que fuera estrictamente necesario. Así que cuando avistaron un tapir tuvieron que aguartarse las ganas de tumbarlo.

Como a media travesía, Federico en persona se vio obligado a partirle el cráneo a una nauyaca que acechaba en el lodo. Los adolescentes se encargaron de lapidarla convenientemente. Fuera de eso, la travesía fue incruenta.

La vicecónsul optó por permanecer en la aldea, pero la chica de Medio Ambiente insistió en acompañarnos. Me preparé para lo peor, tan señoritinga. Debo reconocer que acabó portándose bastante bien. Y por lo menos se puso pantalones largos. Mi primo Elías se dio a la tarea de ligársela, al principio con nulo éxito. Ella sólo tenía ojos para el fotógrafo, que por supuesto no le hacía ningún caso.

Llegamos a un paraje que sería exagerado llamar claro, pero al menos permitía el paso de los rayos del sol. Nos instalamos entre helechos y hojas orejonas y nos pusimos a esperar.

Según Federico, en esta época del año los quetzales venían diario, hacia el mediodía, a comer fruta. Se trataba de una loma donde la altura transformaba la vegetación, y por lo visto permitía crecer cierto manjar blanco que el quetzal adoraba.

Quietos y ocultos para no ahuyentarlo, entre arroyos transparentes que allí nacían y bajo un espeso rumor de insectos y un ulular de aves grandes, el eco del viento sonando como caída de agua, nos preparamos para la epifanía del último quetzal.

El fotógrafo, impaciente, tenía emplazadas dos Leicas y una Hasselblad. Cada tanto se sacaba una pacha del bolsillo y se metía un pegue de ginebra, sin ofrecer. Por mí, tanto daba. A esas horas ni se me antojaba un trago, y menos de ginebra.