a señora Luz María Dávila, llena de pena, frustración y rabia, habló de frente al presidente Calderón en Ciudad Juárez. No se puede pasar por alto lo que ahí sucedió, ni menos aún lo que representa.
La sociedad juarense está profundamente lastimada y desgastada desde hace mucho tiempo, la historia la sabemos todos y, salvo esfuerzos loables pero insuficientes, se ha volteado la mirada a otras partes, como si a los demás nos fuese ajeno.
La situación de Ciudad Juárez marca un camino ominoso para todo el país: mujeres asesinadas durante años, guerra del narcotráfico, matanzas impunes, militarización. Y la degradación y desasosiego se replica en otras partes, de muy diversas maneras pero, eso sí, notorias. Ninguna puede pensarse como menos mala que otras. Los grados de la violencia no se pueden medir como la temperatura en un termómetro, o la fuerza de un terremoto en el sismógrafo.
Cada hecho de violencia es único para quien la padece. Socialmente es otra cosa, el malestar cala hasta los huesos, la impotencia se acumula y no sabemos cómo se procesa, puede hasta tomar la forma de un cinismo malsano. La violencia y la inseguridad reinantes destruyen los modos más elementales de la armonía social, esa que da más lugar a la variedad y, así, va más allá del concepto de cohesión que hoy está en boga entre políticos, sociólogos y economistas.
La confrontación de la señora Dávila con el presidente muestra la claramente la disonancia que se ha instalado en esta sociedad. Por supuesto que debe haber sido un momento muy difícil para Felipe Calderón como persona y como jefe de Estado. Sentado junto a su esposa y siendo cuestionado sobre cómo se rebelaría él ante un hecho como aquél. Reaccionó como pudo y me parece que en un momento así no hay mucho más que decir, hasta por decencia.
La señora Dávila fue contundente, reclamó respeto y justicia ante su pérdida, y señaló abiertamente la debacle de la existencia en su ciudad. El presidente no podía ser bienvenido por ella; nadie de un séquito oficial como el que le arropa y ante el que ella se impuso podía serlo.
El presidente se equivocó con la familia Dávila, erró con todos nosotros al calificar los homicidios como cosa de pandillas. Ha errado hasta ahora en su estrategia de combate a la violencia, la que brota del narcotráfico, el desempleo, la caída del nivel de vida de las familias, la falta de oportunidades, la corrupción y el autoritarismo.
Yerra al mantener la misma visión de las políticas públicas que no ofrecen ya nada para la mayoría de la gente. Yerra en sus componendas políticas con otros partidos desdibujando cualquier forma de liderazgo efectivo ante una enorme crisis política, económica y ética de la cual parece más una parte que una posible alternativa.
Pero volviendo al terreno personal de un presidente confrontado por quien menos se esperaba, una mujer sola y como la inmensa mayoría de las que hay en el país. Esas mujeres que son las que hacen finalmente la historia, aunque se sigue creyendo que es obra y trabajo de los políticos.
Pero no hay líderes. Hay quienes sólo aprovechan las oportunidades de un sistema político y económico cerrado y protegido y cada vez más caduco y dañino. Aquí no se ofrecen ideas y alternativas, sino que se consiguen prebendas en las cosas públicas, los negocios, los medios de comunicación y hasta en lo que en general es una pobre y sosa práctica intelectual.
El presidente Calderón escuchó sorprendido y lastimado a la señora Dávila, eso era evidente. Al final le aplaudió como en un acto instintivo. Me hubiera gustado que se levantara y con su séquito despidiera con todo respeto a esa mujer. Otra vez es comprensible su reacción. Me hubiera gustado que le respondiera como persona primero y, siempre como político y presidente. Que le dijera que, en efecto: tenía sus manos llenas de sangre de los jóvenes asesinados, de los inocentes muertos en años de violencia que van más allá de su gobierno.
Podría haberle dicho que en estricto sentido él debería renunciar junto con todo su gabinete, pero que no se iba a dejar vencer: que, como dijo Churchill: “Nunca nos vamos a rendir (We shall never surrender)”. Le podía haber dicho de frente, como ella lo hizo, que él es el responsable pues logró llegar donde está. Pero la dejó ir, sola como había llegado: con su bolsa al hombro y cargada con su pena.
Si Kennedy dijo en 1963 que hace dos mil años se jactaban orgullosamente de civis Romanus sum, hoy en el mudo libre esa jactancia es Ich bin ein berliner. Sí, le podría haber dicho a la señora Dávila, y junto a ella a todos, desde Tijuana hasta Tapachula: Soy un juarense
.