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México múltiple “Francia se llama diversidad”, afirma el historiador Lucien Febvre, mientras que su colega Fernand Braudel prefiere la fórmula: “Francia es diversidad”, pues, dice, “no se trata sólo de una apariencia, de una designación, sino que es la realidad concreta, el triunfo manifiesto de lo plural, de lo heterogéneo, de lo que nunca es del todo semejante”. ¿De dónde viene esta multiplicidad? “Cada terruño engendra un tipo de hombre y un modo de vida. Cada tierra impone su historia”, sostiene Frédéric Gaussen. A lo que añade Braudel: “Estas son afirmaciones que además pueden invertirse pues cada historia crea un tipo de hombre, un paisaje, y asegura la existencia de un terruño”. Es decir que todos los grupos humanos inventan su paisaje: diseñan un entorno único e irrepetible que les confiere identidad. Y lo construyen con los recursos que les ofrece el lugar que escogieron para vivir, materiales que van modelando pausadamente, generación tras generación, conforme a sus apetencias terrenas y espirituales. Pero el medio natural no es materia inerte: “la tierra es también algo vivo –escribe Braudel– de manera que el mosaico de suelos, de subsuelos de microclimas se traduce en desgajamiento del paisaje (…) Sin duda el hombre es el artífice, el autor de esos jardines, de esos campos, de esos vergeles, de esas aldeas que nunca son del todo iguales: el hombre fue el actor y el director de escena, pero su actuación fue también provocada, facilitada y hasta impuesta en parte por el exterior”. Y esta diversidad asentada en la ecología es inseparable de la persistente, terca, aferrada condición de los labriegos. Si “Francia es diversidad”, es porque pese a todo Francia no ha dejado de ser campesina. Sin forzar demasiado a Braudel, se puede afirmar que campesinado es diversidad y, más aún, que diversidad es sinónimo de campesinado. Como Francia, México es diversidad. Vertiginosa pluralidad de climas y paisajes, de ecosistemas, de terruños. Insondable abigarramiento de haceres y saberes. Repertorio insólito de lenguas, cantos, arquitecturas, vestimentas, festividades, comidas y bebidas. Pero aquí somos aún más diversos que los galos. No por mérito de nuestra gente o nuestra historia sino por fatalidad geográfica. La inclinación del eje de la Tierra provoca en el norte y en el sur climas extremos y poco adecuados para la vida. En cambio, cuando nos adentramos en la zona equinoccial, donde “una sola montaña sintetiza, de la base a la cumbre, todos los climas del mundo”, como decía el protoecologista brasileño Euclides da Cunha, la naturaleza se torna feraz y exuberante. Conforme avanzamos hacia los trópicos la vida se multiplica. Es el nuestro un complejo, un sutil entramado humano y natural madurado a pleno sol. Pero es también un tejido biocultural extremadamente frágil. Las fluctuaciones climáticas de las zonas frías y templadas del planeta dan lugar a sistemas bióticos más resistentes, mientras que la constancia de estos factores en las regiones tropicales propicia la diversidad y especialización pero hace a las especies más sensibles a los cambios. Y esta susceptibilidad biológica a la mudanza se reproduce en las culturas: los pueblos equinocciales son multicolores y abigarrados como sus ecosistemas, pero también frágiles, inestables cuando se modifica severamente su hábitat. Y la amenaza nos llegó del frío. La conquista del “nuevo continente” iniciada hace de 500 años fue bélica, económica y social. Pero fue también una conquista espiritual y ecológica que no sólo destruyó sistemas políticos más o menos inicuos, también desequilibró dramáticamente los delicados equilibrios bioculturales construidos por los pueblos originarios. Porque a la violenta imposición de formas de vida ajenas se añadió la imposición de patrones tecnológicos desarrollados en climas templados. Modos de interactuar con el medio natural que en el trópico resultaban insostenibles. Si el monocultivo del trigo es razonable para las condiciones agroecológicas de Europa, el maíz mesoamericano se sembraba originalmente entreverado con otras plantas como el frijol, el chile y la calabaza, en una suerte de huerta biodiversa y de manejo holista muy distinta a los extensos, uniformes y mecanizables plantíos cerealeros del viejo mundo o de los países templados. El trigo viene del trigal mientras que el maíz nace de la milpa. Y milpas y trigales responden a paradigmas bioculturales muy diferentes. Sin caer en determinismo ambiental, puede afirmarse que la homogeneidad tecnológica y uniformidad social del capitalismo están asociadas con los climas templados de las regiones donde se origina. El emparejamiento extremo de tierras y hombres es perverso en todas partes, pero en los ámbitos tropicales es contra natura. Los equinocciales somos anticapitalistas literalmente por naturaleza. Y en nuestra capacidad de resistir al arrasador sistema del gran dinero nos va la vida. Lo que en la hora del calentamiento global antropogénico es más cierto que nunca, pues el cambio climático ocasionado por el sistema urbano industrial que se forjó en el norte y de ahí se expandió sobre la periferia, está golpeando sobre todo a los países y pueblos del sur. La diversidad que somos está en peligro. México ocupa el cuarto lugar en diversidad biológica y el segundo en diversidad cultural. Junto con Australia, Brasil, India, Indonesia y Zaire, son los países con mayor patrimonio biocultural. Riqueza que, sin embargo, se erosiona aceleradamente como resultado de agresiones al medio ambiente y también a las comunidades que la crearon y preservan. Los haceres, saberes y cosmovisiones de la Mesoamérica campesindia que están detrás de nuestro acerbo biocultural, sufren los embates de un orden etnocida y ecocida como el del gran dinero, a la vez que enfrentan el acoso de grandes empresas que buscan lucrar con la diversidad transformándola en mercancía. Lo que es grave no nada más por lo que tiene de despojo, sino también porque el sistema mercantil es incapaz de reproducir la genuina y viviente pluralidad del hombre y la naturaleza. El capital no sólo expolia, el capital mata. La “gente de los ecosistemas”, los indígenas y campesinos, son los derechosos de los bienes bioculturales colectivos. “Los recursos filogenéticos mesoamericanos –ha escrito Eckart Boege– deben reconocerse legalmente como de “origen” y como colectivos, y a los pueblos indígenas y comunidades campesinas como sus “custodios”. Y este derecho se extiende a los productos que resultan de sus irrepetibles condiciones naturales e inimitables saberes. Alimentos y bebidas tradicionales amenazadas por la adulteración y el adocenamiento industrial. “Pero de nada sirve hablar teóricamente de la diversidad, es menester verla con los propios ojos, deleitarse en sus colores, en los olores, tocarla con las manos y hasta comerla y beberla en el mesón”, dice Braudel. Y dice bien. El México múltiple que somos se ve, se escucha, se huele y se toca, pero también se come y se bebe. El aromático café de Veracruz, el mezcal de Minas, el queso Cotija o los tlacoyos que prepara doña Ema en San Andrés Totoltepec, son bienes bioculturales asociados a un modo de hacer pero también a una localidad o región. Si la cultura tiene casi siempre un anclaje territorial, también puede tenerlo la economía de los sistemas productivos localizados. Y esta economía del terruño, esta economía con rostro humano que preserva las recetas y sistemas tradicionales, pero también los muda y renueva, debe ser protegida de los piratas industriales que desvirtúan el producto pero lucran con el nombre. |