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El imperio fallido de los británicos en Hong Kong
E

n la cima de Diamond Hill, se encuentra la pequeña fortificación ovalada, de las conocidas como pastilleros británicos, que data de la Segunda Guerra Mundial. Parece uno de los búnkers en la frontera de Enver Hoxhais: un domo de concreto preformado con aberturas rectangulares para permitir la visión y el paso del cañón del rifle. Son los últimos resabios del desastre imperial de los británicos en Hong Kong. Lo que queda de la más terrible de las navidades en 1941. Y aquí, en medio de los despojos que dejó la feroz victoria japonesa, Kipling lo describe con precisión: ¡Ay! ¡Toda la pompa de nuestro ayer se ha vuelto una con Nínive y Tiro!

Dado que los chinos están construyendo un centro ferroviario de 17 vías en Diamond Hill, es probable que el búnker sea demolido junto con un viejo hangar de las fuerzas armadas alemanas y otras cosas que los británicos dejaron de su imperio en lo que fue el poblado de Tai Hom. Incluso la bahía de Repulse toma su nombre de un buque que con frecuencia navegó sus aguas de color cobalto, hoy afectadas por la pesca excesiva, y que fue objeto del mayor de los desastres navales de la marina inglesa. Un avión japonés hundió el HMS Repulse junto con el navío Prince of Wales el 10 de diciembre de 1941. Esto condenó a Singapur. Dos días antes, los japoneses cruzaron hacia los territorios de Hong Kong y en poco más de dos semanas, y tras las matanzas acostumbradas, conquistaron otro territorio aislado.

Aún puede verse la línea conocida como de Los Bebedores de Ginebra que el mayor general Christopher Maltby pensó que contendría a sus enemigos durante una o dos semanas, y se equivocó, desde luego. El simple nombre de la formación nos habla de lo iluso que era el imperio. El Comando Real Escocés y dos unidades indias, los Punjabis y los Rajput, defendieron la posición en vano. Se suponía que seis batallones la defenderían, pero sólo llegaron 60 uniformados escoceses.

A las 24 horas, los británicos ya se replegaban de Kowloon hacia su solitaria isla de Hong Kong. Winston Churchill sabía que no había esperanza. Basta con ver esas lastimeras fortificaciones convertidos en cribas por balas disparadas hace 68 años y ahora llenas de maleza para entender.

Pero la batalla de Hong Kong no se ha desvanecido del todo. En primer lugar, está la magnífica bodega número 1937 que sirvió para guardar munición y que fue la última posición que los británicos conservaron en Shouson Hill hasta el 25 de diciembre de 1941. Fue el último frente, pero el edificio sigue intacto, con sus pesadas puertas de hierro que actualmente protegen la magnífica cava en la cual un tal Charles Lim tiene ahora un espléndido restaurante que me invitó a conocer. Hasta los estantes para almacenar munición están intactos. También hay dos bombas desactivadas que decoran un rincón del acogedor restaurante subterráneo en que conocedores del vino estarán a salvo de tsunamis o ataques nucleares. Seguramente el general Maltby lo aprobaría.

Muchas otras cosas de la batalla de Hong Kong tuvieron su aprobación. Los japoneses atacaron con bombas la estación de policía, el hospital naval y la mayor parte de las áreas civiles de la isla luego de asesinar a 20 soldados que se habían rendido y a todo el personal médico de la misión salesiana, entre otras atrocidades. También torturaron y mataron a 60 soldados heridos, junto con el personal médico, que se encontraban en la Universidad de Saint Stephenis. Para cuando los británicos se rindieron oficialmente, a las 3:15 P. M. del día de Navidad, miles de civiles habían sido asesinados al igual que mil 589 soldados británicos, canadienses, indios y originarios de Hong Kong. Los japoneses perdieron a 2 mil de sus hombres.

¿Y para qué? Hong Kong era tan estratégicamente irrelevante entonces como lo era cuando los ingleses se salieron de ahí hace 12 años. Pero su caída es otro símbolo del final de un imperio, un hecho que se reconoce tristemente en el cementerio militar Stanley. Éste es uno de los más curiosos camposantos de conflicto del mundo pues contiene no sólo esos bien conocidos monumentos de guerra de la Commonwealth y sus grandes piedras, sino a numerosos civiles que murieron en sus propios pequeños infiernos en el campo de prisioneros de Stanley durante los tres años y ocho meses que duró la ocupación japonesa. Hay ancianas inglesas, voluntarios chinos, niños e incluso víctimas involuntarias de los ataques aéreos de Estados Unidos ocurridos más tarde, cuando los estadunidenses ya eran famosos por luchar por sus propios intereses.

Ahí está sepultada una Ethel Kate Wilmers, nacida el 19 de diciembre de 1880 en Inglaterra y fallecida el 22 de agosto de 1944. Su lápida nos informa que después de una vida de ataques de fiebre ella duerme bien. Quizá es más triste la tumba de Mary Williamson. Murió de más de 70 años en un campamento japonés de prisioneros el 2 de agosto de 1942 y está sepultada cerca de su nieto, Douglas Harvey Collins Taylor, muerto a los 20 años en esa horrible Navidad, pero enterrado en una fosa común que tiene una lápida que marca el lugar en que fueron sepultados 25 hombres, todos fallecidos el mismo día.

También hay monumentos dedicados a los chinos que lucharon del lado de los británicos y murieron por ellos, algunos a bordo de buques de la Marina Real como el HMS Dauntless y el HMS Tenedos.

Enorgullézcanse de los soldados chinos, escribió un inglés en el libro de visitas.

En un hotel en la bahía Repulse hay una máquina de escribir que perteneció a Ernest Hemingway, así como su lista de gastos, de la que es mejor no hablar, y un retrato del gran hombre. Se le muestra regordete en una terraza del hotel, seis meses antes de la invasión, cuando cubría la guerra chino-japonesa. Sobrevive un periódico del 17 de junio de 1941 y en él Hemingway escribe que China necesita pilotos lo mismo que aviones para derrotar a los japoneses por aire, según el encabezado de su nota. Para diciembre siguiente, bien podía haberse dicho lo mismo de Hong Kong.

Supongo que los nombres de algunas iglesias y parajes aquí quisieron dejar patente que siempre serían inglesas, aunque no lograran ser parte del imperio. Está la catedral de Saint John, Beaconsfield House y las avenidas Chater Road, Jackson Road, Cotton Tree Drive. También hay una estatua de John Osborne, de los granaderos de Winnipeg, famoso porque se dedicó a aventar de regreso contra los japoneses las granadas que éstos lanzaban a su pelotón. Cuando no pudo atrapar una de ellas, optó por aventarse sobre la bomba para salvar a sus hombres. Sus últimas palabras fueron: Díganle a mi esposa que fui... Obtuvo una condecoración póstuma.

Pero mi reliquia favorita de la guerra son los dos leones británicos de bronce que están afuera del centro bancario Hong Kong-Shangai, atrás de la estación Queen’s Road Central. En su base dice: Escultor W. W. Wagstaff, 1935. Los leones se llaman Stephen y Stott en honor a los directores de los bancos británicos afincados aquí y pese a que están llenos de orificios de bala y huellas de metralla, permanecen orgullosamente sin restaurar. Si uno mete el dedo en dichos orificios, le queda claro que los tiros venían de todas direcciones. Típico de los británicos. Al igual que los nombres de las calles, los leones sobreviven.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca