ara nadie que tenga un mínimo de sentido musical es un secreto que la gran mayoría de las cantantes que reinan en el mundo del pop y manifestaciones similares son cualquier cosa menos cantantes. Se trata, en su gran mayoría, de jovenzuelas malcriadas que carecen absolutamente de voz y de talento, que no tienen absolutamente nada que decir, pero que tienen una rara habilidad para la autopromoción y para invadir exhaustivamente diversos ámbitos mediáticos.
Britney Spears, Mariah Carey, Christina Aguilera, Jennifer López, Miley Cyrus, Paulina Rubio, Thalía… la lista es inmensa. La mayoría de ellas dice que su profesión es cantar, pero en realidad se dedican a otras cosas: se visten y se desvisten en público, se casan y se divorcian con gran escándalo, se embarazan, paren y abortan como parte de su espectáculo incesante, ventilan sus patéticas existencias ante los paparazzi, hacen toda clase de ridículos frente a las cámaras, desnudan su alma
para las revistas del corazón, todo lo cual les reporta gran fama y mayores ingresos.
Es decir, convierten su vida (y su magra carrera) en un patético y vergonzante reality show. ¿Y la música? Bien, gracias, en otro lado.
Una excepción singular a este deprimente panorama fue Lhasa de Sela, cantante de verdad, de orientación estilística tan variada como indefinible, muerta al inicio del año a una edad cruelmente temprana. Itinerante y peripatética, su vida estuvo marcada y definida por un perfil auténticamente multicultural y multilingüe que se refleja puntualmente en su parca pero rica herencia discográfica (La Llorona, The living road, Lhasa).
Como ninguna otra, Lhasa puede ser definida como una cantante auténticamente norteamericana, que imprimió en su canto y en sus canciones numerosos y variados elementos de la herencia musical canadiense, mexicana y estadunidense. Tomada en su conjunto, su parca pero intensa producción musical se percibe como habitada por una variedad notable de influencias, estilos y vasos comunicantes: distintas vertientes de la canción ranchera, algo de blues y jazz, toques de gitanería aquí y allá, pinceladas de folclor diverso, referencias urbanas, melancolía bucólica, y muchas otras cosas.
Tal diversidad, aparentemente contradictoria, fue unificada por la voz inconfundible de Lhasa de Sela, totalmente atípica, en oposición a las voces estandarizadas y falsas de tantas cantantes de talento muy menor que abundan en el mundo, sobre todo en el pop estadunidense. La suya fue, en cambio, una voz sencilla, directa, sin alardes ni artificios, ideal para la expresión de textos claros y coloquiales pero marcados por una poética personal entrañable y algunos toques de un singular, discreto sentido del humor.
Pero sobre todo, la de Lhasa es una música silenciosa, nostálgica y contemplativa, que va a contracorriente del ruido infernal que se pregona en la mayoría de la infra-música popular comercial de hoy.
Me parece que al mundo de la música popular le hace falta, de manera urgente, la presencia y la mayor promoción de cantantes que superen el estereotipo de la diva pop de cabeza hueca y voz artificial, que canten de verdad y que, sobre todo, canten de una manera propia y original, y que canten un repertorio que vaya más allá de las prefabricadas canciones de éxito seguro que finalmente no son más que una mina de oro para las propias intérpretes y sus productores, pero que de música no tienen nada.
En ese sentido, con la reciente muerte de Lhasa de Sela el ámbito musical ha perdido a una voz distinta, a una personalidad singular que transitó por rumbos venturosamente alejados de la chabacanería, la superficialidad y el frenesí mediático que caracterizan a una proporción sustancial de las cantantes
que, en número cada vez mayor, saturan el mundo de la música popular.
Las alternativas, tristemente, son pocas. Por ejemplo, la tormentosa voz de la atormentada Amy Winehouse. Sí, su vida pública y privada han sido un desastre, pero ella sí tiene talento vocal, presencia, estilo y repertorio. ¿Cuántas de sus colegas pueden presumir de lo mismo?