or razones aparentemente muy diferentes, en Argentina y en Venezuela hay, en el momento actual, circunstancias críticas en el ámbito monetario. En la primera de esas naciones ocurre un diferendo entre la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el titular del Banco Central, Martín Redrado, quien se negó a acatar la disposición gubernamental de pagar parte de la deuda externa del país con fondos procedentes de las reservas de divisas. A raíz de esa insubordinación, el Ejecutivo destituyó a Redrado, pero éste logró que una juez lo reinstalara en el cargo. En Venezuela, el llamado bolívar fuerte
, instaurado hace dos años para combatir la inflación, facilitar el sistema de pagos nacionales e impulsar la incorporación del país al Mercosur, debió ser devaluado drásticamente, tras muchos meses en los que el tipo de cambio con respecto al dólar fue mantenido artificialmente por el gobierno.
Desde el sábado pasado se establecieron, además, dos tipos de cambio: el que pasó de 2.15 por dólar a 2.6, para los sectores alimentario, de salud, maquinaria, ciencia, tecnología, remesas familiares y manutención de venezolanos en el extranjero; el otro, fijado en 4.3 por dólar, para el consumo en general, que ha sido denominado petrolero
.
Según información procedente de la nación sudamericana, a esos dos tipos se ha agregado, en los hechos, un tercero, el de cambio libre.
Ciertamente, las crisis monetarias en ambas naciones son resultado de coyunturas distintas y pasan por cauces diferentes. Lo que ocurre en Argentina, aunque se haya presentado en sus inicios como un conflicto técnico entre el Banco Central y el Ejecutivo, adquiere tintes judiciales y un trasfondo político cada vez más claro: la oligarquía que resiste las políticas económicas gubernamentales busca ahora boicotearlas y se ha atrincherado en la entidad bancaria pública, así como en sectores judiciales dispuestos a brindar cobertura a ese empeño.
Puede apreciarse con nitidez, en ese episodio, la pérdida efectiva de soberanía que ha supuesto la aplicación de uno de los mandamientos más perniciosos del llamado “consenso de Washington
: el otorgamiento de autonomía a los bancos centrales. Esa fórmula ha permitido, en efecto, sustraer del control oficial la atribución del manejo de la política monetaria, instrumento de independencia nacional que habría debido ser irrenunciable.
Las tribulaciones venezolanas del momento deben verse en el contexto de los empeños del gobierno de Hugo Chávez por proteger a la economía de los movimientos arbitrarios de capitales financieros trasnacionales y de una especulación monetaria presente en todo el planeta, que es capaz de socavar políticas orientadas a promover la equidad distributiva y a resguardar a las poblaciones de las bruscas oscilaciones de los mercados mundiales. Es claro que los empeños referidos resultaron, en su formulación original, insostenibles, y la República Bolivariana deberá replantear con urgencia un esquema cambiario que sucumbió a las reglas injustas e irracionales de los intercambios internacionales.
En menor medida, la pérdida de control monetario por el gobierno se experimenta también en Ecuador, donde la decisión de sustituir la moneda nacional –sucre– por el dólar estadunidense, impuesta hace una década por el ex presidente Jamil Mahuad, no ha podido revertirse, pese a que se ha traducido en concentración de la riqueza y caída de la competitividad, como señala el balance efectuado por la presidencia de Rafael Correa.
En los tres casos, los problemas del momento son reflejo, a fin de cuentas, de las dificultades que experimentan los gobiernos nacionales por recuperar, en el contexto mundial presente, la soberanía monetaria perdida en el curso del ciclo neoliberal que se abatió sobre toda la región y al que aún se aferran unos cuantos gobiernos, el de México entre ellos.
A pesar de las vicisitudes mencionadas, o justamente para evitarlas en el futuro, es preciso, proseguir la búsqueda de un justo medio entre una economía expuesta a las consecuencias del libertinaje mercantil y una autarquía indeseable e imposible.