a rugiste león, sentenció el alcantarillero y me apretó la mano recio, dando por concluida una conversación que no debía haber empezado.
Días atrás, la mesa directiva de vecinos de la unidad, en mi carácter de vocal, me encomendó atender el problema de cañerías que teníamos. Ver que los operarios de la delegación terminaran de resolver bien el taponamiento de nuestro intrincado sistema de desagüe.
Que vinieran trabajadores del departamento de aguas a quebrar cemento en dos o tres puntos hasta dar con el problema (como exploradores petroleros, se me figuró), me había tomado dos colas y una sala de espera con ficha en la regional, y a la otra semana dos colas más en el departamento de aguas. El tapón resultó ser un perro muerto. En ninguna casa echaban de menos un perro. No era nuestro. Y empezaban a oler feo los encharcamientos.
Fue al cabo del engorroso proceso que acabé delante del alcantarillero responsable para el toque final: cubrir las nuevas atarjeas, con su tapa cuadrada sobre el ducto colector, limpiado y reparado, y colocar las coladeras.
La unidad es grande, y sobre todo, habitada. Formamos toda una colonia, incrustada en un barrio supergrande de antiguos migrantes, algo que ya no somos, pertenecemos acá y nos las hemos ingeniado para organizarnos.
El alcantarillero se daba sus aires de superioridad. Igual y era jefe de sección o tenía cargo sindical. Estacionó su pickup blanca a un lado de las bombas, atrás de la cisterna. Me extendió un formulario para que lo firmara, puesto sobre una tablilla con gancho, y me prestó una pluma. Se quitó el casco plateado, se limpió el sudor con la manga del overol caqui y me dijo ahí usted decide qué clase de cubiertas quieren, y yo le pregunté que de qué depende.
De su voluntad de cooperar, dijo, con gesto malicioso que me molestó, como si fuéramos socios o algo. No me malinterprete, agregó al ver la cara que puse. Ni se crea que estoy pidiendo comisión. En tanto, me condujo a la caja de su vehículo en la parte trasera, bajó la compuerta para tomar dos conos fosforescentes, una boya y un rombo amarillo de precaución
.
Cargaba allí distintos modelos de tapas de roca y metal, y en un cabús arrastraba lozas de atarjea. Comprendí lo de decidir qué clase de piezas, pero no me quedaba claro lo del precio. En principio, no debían tenerlo, pues se trata de un servicio público, pero en el mundo del mercado libre siempre hay opciones fuera de catálogo. Así fue. El alcantarillero me informó que traía coladeras-madre de acero sueco y canadiense, pero que para este caso me recomendaba las nacionales. Son las que dan el tamaño exacto del aguajero, dijo. Ni modo que los suecos vayan a saber mejor de qué tamaño son las tomas y los respiraderos de nuestras propias cañerías, por más que existan estándares internacionales.
El tipo traía todo un rollo. No paraba de hablar. Me llamó la atención que la caja de su pickup era una especie de patio sobre ruedas, supuse que a propósito. Una capa no delgada ni nueva de tierra y grava, húmeda por lo demás, cubría por entero el fondo metálico y daba la impresión de un terreno baldío con hierba, pasto, tréboles y pedruscos repartidos a capricho.
Las tapaderas estaban alineadas en el borde del patio
, flanqueando el chipote en el chasis de una de las llantas traseras. Reclinadas, barajándose como en muestrario. El alcantarillero seguía con lo de las clases y los estándares, y me indicó, no lo tome a la ligera amigo, la elección que haga garantizará o no la tranquilidad futura a usted y a sus representados. No negará que entre mejor tápemos la mierda, mejor para todos. Y evitar que se tapone, eso también es importante, dejar que corra.
Ajá. Opinaba yo lo mismo. Eso y qué. Hable y hable sin explicar a qué se refería con lo de la voluntad de cooperar
, que es una expresión muy desprestigiada; el alcantarillero estaba frente a mí, esperando una decisión.
Filosofaba o me estaba cabuleando. Preferí omitir la duda y pasé directamente a la elección de las piezas. Sólo consideré las de fabricación nacional, y no por nacionalista, sino por aquello del tamaño preciso de los agujeros.
El alcantarillero aprobó mi elección, descargó las piezas con envidiable músculo y se tiró un discurso sobre la solvencia técnica de las siderúrgicas del norte y la calidad de las canteras de Zacatecas, casi cursi de la emotividad que le metió. Temí que se arrancara con la Canción mixteca o Volver, volver. Pero no. Sólo dijo ya rugiste, león, cerró la calle con autoridad vial y bajó las piezas para instalarlas. Entonces le apareció un chalán para ayudarle y me quité para no estorbar.
En cuanto a sacar mordida, yo creo que sí estuvo entre sus intenciones, pero no vio campo fértil y no insistió. Ahí nos vemos en tiempo de secas, se despidió al final, y no supe si era amenaza o promesa. Yo creo que las dos.