a incierta confrontación entre las autoridades y diversas organizaciones delictivas arroja, desde el inicio de lo que la actual administración llamó una guerra frontal contra la delincuencia
, un creciente saldo diario de muertes que parece volverse habitual. El pasado fin de semana se llegó a una nueva y trágica cuota en las decenas de bajas diarias. Ante una estrategia tan mortífera pierden credibilidad e impacto los alegatos oficiales que interpretan la carnicería como síntoma de éxito
y la atribuyen a la desesperación
de los delincuentes. Frente a esa clase de discursos, es inevitable preguntarse cuántos muertos faltan de aquí al triunfo total del gobierno sobre los cárteles, o bien si el primero considera sacrificables a cientos de miles de mexicanos que, de acuerdo con diversos análisis nacionales y extranjeros, han encontrado en el narcotráfico –por poner sólo ese ejemplo de actividad delictiva– la fuente de empleo que el manejo económico oficial les ha negado.
Sean cuales fueren las perspectivas, es claro que el elevadísimo costo en vidas de la guerra contra el narcotráfico
distorsiona y pervierte varios de los fundamentos del marco legal mexicano. No se trata únicamente de la sospecha, cada vez más insistente, de que el país asiste, bajo la cobertura del fortalecimiento del estado de derecho
, a una suerte de limpieza social
de infractores de toda clase, lo que implicaría que buena parte de las bajas son producto de ejecuciones extrajudiciales o de acciones de aniquilamiento deliberado. Además, los principios de presunción de inocencia, de separación de poderes y de atribuciones constitucionales se desdibujan ante el accionar cada vez más discrecional y arbitrario de las corporaciones civiles y militares, ante un aparato que parece presentar más cadáveres acribillados que sospechosos vivos y ante los procedimientos ya habituales que prescinden de órdenes de captura y de allanamiento.
A estas tendencias inaceptables y peligrosas se ha ido agregando, en forma discreta pero ya inocultable, un incremento en el número de personas incuestionablemente inocentes que perecen en el fuego cruzado entre efectivos gubernamentales y pistoleros de las organizaciones delictivas –sería el caso de las bajas civiles en el combate que tuvo lugar el mes pasado en Cuernavaca entre elementos de la Armada de México y sicarios del narcotráfico, en el cual murió el presunto capo Arturo Beltrán Leyva–, en retenes militares que responden con poder de fuego a conductores incautos o en simples equivocaciones y confusiones.
Si lo que hay en curso en el país se denomina guerra, como la bautizó desde un inicio el Ejecutivo federal, resulta obligado, entonces, reconocer que la sociedad padece bajas colaterales, que éstas son cada vez más elevadas y que son, independientemente del número y como en cualquier otro conflicto armado, absolutamente injustificables.
A la violación inadmisible del derecho a la vida de quienes han perecido en enfrentamientos con los que no tenían ninguna relación debe añadirse, como agravante, la impunidad que suele otorgarse a los servidores públicos –policías o soldados– cuando las bajas civiles les son atribuibles.
En suma, las estrategias oficiales que buscaban –se dijo– el fortalecimiento de la seguridad pública y del estado de derecho han logrado los resultados exactamente adversos: zozobra generalizada en extensas regiones del país y suspensión de facto de postulados fundamentales de la legalidad. El hecho es que tales estrategias tienen un costo inaceptablemente alto en vidas, ya sean de delincuentes reales y presuntos, de efectivos policiales y castrenses e incluso de niños, adultos y ancianos que no tienen nada que ver en el asunto. Es tarea irrenunciable del Estado combatir a la delincuencia organizada, pero las muertes referidas constituyen una razón adicional para demandar una reformulación radical en las estrategias y tácticas de ese combate.