Opinión
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Los de Abajo

El Ronco

E

n el inicio de 2010 nos sorprendió la noticia del fallecimiento de Ricardo Robles, Ronco, incansable acompañante de los pueblos indios de México, asesor del EZLN durante los diálogos de San Andrés, hombre de ideas y de principios, de calidez entrañable y dueño de un humor a prueba de tempestades.

El Ronco se fue de pronto, sin avisar. Ya está con Onoruame, dicen los rarárumi desde Sisoguichi, Chihuahua, lugar en el que lo sorprendió un infarto y donde se depositaron sus cenizas el pasado 7 de enero.

“Hace cinco años –recordaba Ronco en un artículo publicado en este diario en agosto del 2009–, evoqué lo que ahora retomo: una plática en la selva chiapaneca. Fue unos meses después de Acteal. El motivo del encuentro era otro, pero yo traía una preocupación pendiente. Le pregunté al comandante Tacho cómo estaban, qué cambios del corazón les había traído Acteal. Me miró sorprendido y dijo, como solía decirme: don Ricardo, pero si eso ya lo habíamos hablado tu y yo, ya lo sabíamos. Y luego retomamos sus opciones zapatistas sobre la vida y la muerte, el ya estamos muertos tan sabido, sobre las provocaciones que montarían los gobiernos, sobre la necesidad de no caer en ellas y de cómo habría que resistir con lucidez y paz a la violencia gubernamental”.

Nacido en San Luis Potosí un 19 de mayo de 1937, Ricardo fue ordenado sacerdote en 1969. Más de la mitad de su vida la compartió con los rarámuri, pueblo indígena al que acompañó en la lucha por sus derechos.

Pero para hablar de él, en un modesto homenaje, habla mejor su legado: “Son las lealtades quizá, ésas que se van acumulando revueltas con los sueños y las amistades profundas. Son, tal vez, los antiguos sentimientos que reviven dentro sin expresiones conceptuales precisas porque ellas nunca logran expresar cabalmente lo profundo. Son, a lo mejor, los impactos que nos han transformado, impactos del amor o del dolor, de la injusticia, del otro o de los otros tan golpeados, tan ofendidos, que alguna vez no nos dejaron ser como éramos. Que sean lealtades, sentimientos o impactos es lo de menos, de cualquier modo son huellas gratuitas que nos deja la vida, ofrecidas como don por los vejados, los pobres, los desdeñados. Y como al fin de las cuentas son esas huellas las que terminan dando sentido y rumbo a nuestra propia vida, son las que nos urgen a clamar ante el horror del poderoso sobre el menospreciado…”

Y para despedirlo, las palabras de su amigo, el sacerdote jesuita Alfredo Zepeda : “Lo extraña el pueblo Rarámuri del que aprendió la vida verdadera para poder vivir la eterna… Todo nos lo dejó dicho el Ronco antes de irse. Pero todos también lo extrañamos porque todavía nos va a faltar su palabra, su rostro y su corazón”.