n un tono desusadamente enérgico, durante una reunión con cónsules y embajadores mexicanos acreditados en el extranjero, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, realizó una defensa más de la política de seguridad vigente e instruyó a los integrantes del servicio exterior a hablar bien de México
allí donde están acreditados, a efecto de hacer ver –dijo– la realidad mexicana en su justa dimensión
. A renglón seguido, el gobernante rechazó las percepciones distorsionadas o equivocadas
de que México es un caos
, y acusó que hay quienes viven y se regocijan
de hablar mal del país y de criticar las acciones de su gobierno.
Los señalamientos formulados por el mandatario resultan preocupantes, en primera instancia porque dan la impresión de que el declarante confunde la diversidad de voces críticas y opositoras a su gobierno como parte de los problemas que la administración debe resolver. Tal postura es peligrosa por cuanto plantea una perspectiva indeseable: que se ensayen acciones de censura y hasta de represión en contra de quienes, a juicio del gobernante, enturbian la imagen –nacional e internacional– del país.
Un elemento que no debe soslayarse a la luz de lo dicho ayer por Calderón es el hecho de que, en una circunstancia nacional marcada por rezagos inveterados y por conflictos de nuevo cuño, atravesada por los efectos de una doble crisis económica –la exógena y la endógena– que no acaban aún de disiparse; lacerada por la falta de trabajo, la desigualdad, la marginación, la pobreza, la corrupción y la degradación institucional, y asediada por la violencia y la criminalidad en distintos puntos del territorio, la sola mención de los problemas cotidianos podría ser equiparada, en la lógica presidencial, con un empeño por hablar mal de México
.
De tal forma, si se hace mención de la persistencia de un manejo económico insensible y lesivo para los bolsillos de la mayoría de la población; de la caída de las remesas y la postración de la economía y el mercado internos; de los cientos de miles de desempleados en todo el país; del elevado número de muertos y de las violaciones de las fuerzas armadas al estado de derecho en el contexto de la “guerra contra el narco” –las ha habido, pese a que el Presidente haya afirmado que los mayores atentados a la vida, al patrimonio, a la libertad, a los derechos humanos, no provienen del gobierno, provienen del crimen organizado
–, podría interpretarse, si se siguen los criterios expresados por el orador central en el acto de ayer, que a ello subyace un regocijo
por alimentar la percepción de que México es un caos
.
En la hora presente, la nación atraviesa por una situación crítica en los frentes económico, social, político, electoral y, desde luego, en el de la seguridad pública, y la institucionalidad no parece tener la capacidad para enfrentarla y evitar la conformación de escenarios de estallido social e ingobernabilidad. En tal circunstancia, el empeño gubernamental por pedir que se hable bien de México en el extranjero equivale a un llamado a cerrar los ojos ante problemas que, por supuesto, no son motivo de regocijo alguno, sino componentes indiscernibles de la realidad nacional que deben ser atendidos.