esde Juegos, trampas y dos armas humeantes hasta Rockanrolla, el cine del británico Guy Ritchie ha deparado sorpresas, desencantos y entusiasmo a sus seguidores más fieles. Su combinación de thriller, comedia, ritmo trepidante, lenguaje de barriadas, y la selección de atractivas pistas sonoras, han dado a sus realizaciones un sello de modernidad, pero también, crecientemente, de un artificio irritante.
Sherlock Holmes no es al respecto una excepción, sino posiblemente la más calamitosa expresión de desorden en su filmografía. Desorden y estridencia, justamente lo contrario de lo que muchos fans de las aventuras del célebre detective acostumbran apreciar en sus múltiples versiones fílmicas. En efecto, el personaje del novelista victoriano Arthur Conan Doyle ha tenido a lo largo del siglo XX casi 200 encarnaciones fílmicas, a cargo de más de 60 actores, entre los que destaca el memorable Basil Rathbone en Las aventuras de Sherlock Holmes (Alfred Werker, 1939), acompañado de su inseparable compañero de pesquisas, el doctor Watson (Nigel Bruce, igualmente notable), enfrentados siempre a Moriarty (George Zucco), el villano por excelencia.
Sería absurdo reprochar a Ritchie el no acatar, una vez más, la canónica representación de Holmes y Watson, sobre todo ya entrado el siglo XXI. Los cambios que propone el director son muchos y muy sustanciosos, apegados todos, en su opinión, a elementos presentes en las novelas de Conan Doyle. Lo que descubrirá el espectador es a un Sherlock Holmes (Robert Downey, Jr.) astuto e inteligente, pero desprovisto por completo de la contención dramática y el perfil flemático del detective original; también tendrá en el doctor Watson (Jude Law), ya no a un leal y vacilante seguidor de Holmes, sino a un personaje muy independiente, rivalizando en todo con él, a un paso de la impertinencia. En definitiva, dos aguerridos detectives, afectos a la riña callejera, a las artes marciales, y en el caso de Holmes, al boxeo violento en las arenas victorianas (una suerte de Lord Queensberry con inesperado carisma y con mucho encanto). La acción transcurre en Londres, en 1891. El paisaje urbano sigue envuelto en la niebla y la oscuridad, pero el aspecto dominante es el de una fantasía casi futurista, un escenario muy teatral con construcciones a medias que los efectos especiales por computadora habrán de reacomodar o colapsar al antojo del cineasta.
Esta libertad escénica se ajusta muy bien a la trama apocalíptica que se nos propone. En lugar de la tradicional intriga de misterio cuyo desenlace es la captura de un criminal, lo que proponen aquí los guionistas es el enfrentamiento de Holmes y Watson, y del inspector Lestrade (Eddie Marsan) a la voluntad diabólica de Lord Blackwood (Mark Strong), cuyo propósito es desestabilizar a las autoridades, instalar en Inglaterra un Estado totalitario, recuperar las antiguas colonias en Norteamérica y controlar el planeta entero.
Luego de que los detectives desbaratan un ritual satánico y ajustician al gran villano, éste vuelve misteriosamente a la vida, recuperado de un mero estado catatónico, para dar nuevo impulso al enfrentamiento colosal con los detectives. Hay de todo en la miscelánea esotérica que propone Guy Ritchie: símbolos cabalísticos, visiones apocalípticas, desastres urbanos, ritos demoniacos, y la estridencia y los caprichos de una cabalgata de efectos visuales que más que parodiar rinde inesperado tributo a la fantasía juvenil de la saga de Harry Potter. Hay también (modernidad obliga) las sutilezas homoeróticas que desplazan a un papel muy secundario a las mujeres para privilegiar la amistad viril y los renovados celos pasionales de una pareja de superhéroes que a estas alturas ya es muy poco dispareja. Como en una comedia romántica, es hilarante el enfrentamiento continuo de Holmes y Watson, sobre todo por el fondo apocalíptico que contrasta con sus desencuentros intimistas. El modo de narrar de Ritchie también procura la novedad: antes de arremeter contra un adversario, Watson explica en cámara lenta la lógica e ingeniería de cada golpe, detallando los efectos físicos y emocionales que tendrá el ataque. Acto seguido se repite la escena, ahora en una ráfaga de impactos visuales. El personaje de Sherlock Holmes estrena así las nuevas vestimentas de una pretendida modernidad narrativa y de una tecnología visual próxima al videojuego que laboriosamente intenta enriquecer el mitológico legado de Sir Arthur Conan Doyle.