ivimos en el tiempo del hype. El vocablo, que rebota y se multiplica en nuestros días por la infoesfera, nombra un producto cultural recubierto de un ejercicio tan exagerado de marketing que su popularidad se dispara al mismo tiempo que se independiza de su calidad. El signo gobierna al significado. La forma se escinde definitivamente del contenido. James Cameron es el padre del último gran hype planetario: Avatar. El eco de su bombardeo promocional se ha tejido con sólo tres informaciones: es la película más cara de la historia del cine, ha revolucionado el mundo de los efectos especiales y ha sido rodada en 3D. Ni una sola palabra sobre su contenido. Ni una sola coma sobre la calidad del relato que nos propone. Ni un solo dato sobre la cualidad de sus personajes. La sustancia de Avatar es su envoltorio. Deleuze y Guattari decían que el sentido de un bien cultural está siempre en las conexiones que establece con su exterior. Avatar no es en realidad una película, es la metáfora de todo un país: Estados Unidos es hoy el más grande de todos los hypes.
En 1992 Neal Stephenson puso en circulación el concepto de avatar en su novela ciberpunk Snow Crash. Un avatar es una imagen que representa a una persona en entornos virtuales como Internet, los videojuegos o los juegos de rol. Ahora también en la política. Durante el primer año de gobierno de Barack Obama hemos averiguado que en realidad él no concurrió a las elecciones que le llevaron hasta la Casa Blanca: fue su avatar el que hizo campaña. Pierre Levy explica en uno de sus libros que lo virtual nunca se opone a lo real, sino a lo actual. Los políticos producen realidad, pero nunca cumplen lo que prometen. Ni una sola de las promesas con las que Obama se ganó el voto y la ilusión de la mayoría de los estadunidenses ha sido actualizada: él no ha hecho nada de lo que su avatar dijo que haría. Con él la política no sólo ha sido confinada en un entorno virtual, ha sido definitivamente convertida en marketing. Avatar Obama es un inmenso hype. Signo y envoltorio: pura marca.
Uno de los pilares del bucle retórico que activa permanentemente todo gobierno estadunidense es su carácter imperial: una nación elegida por Dios para guiar los destinos del mundo. Avatar Obama volvió a hacer hincapié en ello durante la ceremonia en la que le fue entregado el Premio Nobel de la Paz. Pese a la imparable caída en picado del poder de mando estadunidense, sintetizada en su dependencia económica y su incapacidad militar para dominar Oriente Medio, y directamente proporcional a la creciente supremacía china en la geometría mundial, Washington sigue empeñado en nutrir los imaginarios colectivos con una semántica de superpotencia. Ese Estados Unidos, sin embargo, no es ya más que una representación. Un inmenso hype desatado. Un signo independizado de su actual significado que, como todos los signos, únicamente remite a un verdadero acto de fe. No por casualidad la fachada de Macy’s, los grandes almacenes más famosos de Nueva York, está presidida desde hace unas semanas por un enorme letrero luminoso que dice: “Believe!” (¡Creer!)
Hace un par de meses The Daily Show, el informativo con mayor audiencia de la televisión estadunidense, emitido en un canal que programa únicamente comedia, ofreció un especial sobre el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín. En él se ironizaba sobre las dos condiciones únicas e irrepetibles que propiciaron la caída del imperio soviético: una guerra en Afganistán y una situación económica desastrosa. Cuando Jon Stewart, el conductor de la transmisión, apuntó muy asustado el tremendo parecido con el presente de Estados Unidos, uno de sus colaboradores trató cómicamente de tranquilizarle señalando que, en realidad, el problema fundamental de la URSS en ese momento había sido un líder inexperto que había llegado al gobierno prometiendo reformas profundas en el país. Olvidó apuntar que cinco años después de su llegada al poder ese líder soviético recibió el Premio Nobel de la Paz. Para pánico del bueno de Stewart, Obama ha tardado cuatro años menos.