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Monolitos mexicas 2009 (1)
A

bordo el libro Escultura monumental mexica debido a que a estas alturas probablemente yo sea, junto con los autores y editores, de las escasas personas que han tenido acceso a él, y no sólo eso: ya lo leí en partes medulares, debido a la siguiente razón: la calidad de las fotografías de las piezas, vistas en su totalidad y a detalle, realmente  me sorprendió. A esto se añade el variadísimo acervo de fotos de archivo, así como de los códices más conocidos, como el Florentino, el Vaticano II o el Borgia. Además, hay hasta caricaturas y otras fotos de prensa que van dando cuerpo, como en un escenario, a los trabajos de los dos autores: Eduardo Matos Moctezuma y Leonardo López Luján. Sus respectivos esquemas implican erudición no sólo sobre la historia, atributos y fisonomía de las piezas de las que se ocupan, sino igual vastos conocimientos acerca del modo como han sido percibidas desde que empezaron a ser comentadas por los frailes evangelizadores, pasando por su descubrimiento en 1790, sus sucesivos enterramientos, traslados y exhumaciones, hasta llegar al momento presente. Un lector  interesado, pero no preparado (cual es mi caso) en estos asuntos, podría equiparar las entradas a trabajos detectivescos, plenos de peripecias.

Ambos se repartieron los temas de acuerdo con un método consabido. Matos Moctezuma se ocupa de la sociedad mexica,  de La Piedra del Sol y de la Coyolxáuhqui; dentro de ese terreno que ya nos es, hasta cierto punto consabido, López Luján aborda Coatlicue, así como, en general, su visión sobre el arte escultórico mexica. En cuanto a lectura, centré mi atención en otras amplias entradas de ambos: la llamada Piedra de Tizoc y la del antiguo arzobispado por Matos, y la de la terrible Tlaltecuhtli (su faz aparece en la portada) por López Luján. Esta deidad, que es señora de la tierra, progenitora y a la vez devoradora de todas las criaturas, emergió hace poco del subsuelo, en fecha significativa: 2 de octubre de 2006. Se extrajo en la confluencia de las calles de Argentina y Guatemala, donde se erigía el Templo Mayor. La diosa, que es anfígena (según reitera Matos Moctezuma), fue recuperada en cierto modo por accidente. Lopéz Luján transcribe el relato del arqueólogo Gabino López: ese 2 de octubre uno de sus trabajadores, por accidente, impactó con su zapapico cierta roca cuya vibración indicó un tamaño inusitado, sólo comparable al de la Piedra del Sol. Estaba rota en cuatro, como puede advertirse mediante la fotografía que reproduce los cuatro modelos tridimensionales. La escultura fue ejecutada en una piedra llamada andesita de lamprobolita, roca en la que predominan cristales llamados fenocristales. Según los informantes de Sahagún, ese tipo de piedra se designaba como tenayocátetl (piedra de Tenayuca), dado lo cual sus creadores tuvieron que tomar difíciles providencias para su desprendimiento y transporte a Tenochtitlán, donde, justo al pie del Templo Mayor, se le confirió su forma divina. Después de delinear en ella el dibujo, los escultores acometieron el bloque de piedra con irrevocables golpes de cincel, logrando volúmenes propios de un mediorelieve, lo que se aprecia estupendamente en las fotografías, tal vez mejor que en el original; lo digo porque conozco, mediante información directa, el modo como se efectuó el trabajo fotográfico de los monolitos, sólo que éste atrapó mi  interés porque el fotógrafo, José Ignacio González Manterola, me explicaba la dificultad experimentada en conseguir los colores que ostenta, cosa que no entendí del todo, hasta que leí de cabo a rabo el pormenorizado y exhaustivo análisis de López Luján.

Un equipo de restauradores trabajaron meticulosamente con el objetivo de preservar el colorido (la piedra estaba pintada): los colores con los que la decoraron fueron rojo tezontle, ocre, azul, blanco y negro. Un experto del Instituto de Conservación Getty, Giacomo Chiari, trabajó con el equipo. Desde mi punto de vista (basado, aquí sí, en conocimientos sobre color), el azul era muy difícil de obtener. Según el códice Florentino, está hecho a base de hojas de añil, mezcladas con una arcilla; la fusión debe calentarse a 100 grados centígrados. Un antiguo amigo mío, el historiador Constantino Reyes Valerio (ya fallecido y debidamente citado), señaló que aparte de su uso pictórico, el ingrediente funcionaba como cosmético para el pelo. En el lenguaje cromático actual ese tono de azul es el cerúleo, pero aquí se le denomina  azul maya, y fue producto de exportación y comercio.