La ópera de Giacomo Rossini se representó en el teatro Real, de Madrid
más perfectadel género bufo, devino explosión de colorido y aroma mediterráneoFoto Javier del Real
Martes 22 de diciembre de 2009, p. 6
Madrid. La italiana en Argel, de Giacomo Rossini, la ópera más perfecta
del género bufo, se convirtió –en su representación en el teatro Real de Madrid– en una explosión de colorido y aroma mediterráneo desde el que se mostró con ironía una metáfora del choque entre Oriente y Occidente, pero también la eterna lucha de poder entre sexos.
La sensualidad y frescura de la representación suponen también un nuevo registro en la temporada del recinto musical madrileño, máxime después de su anterior ópera, una Lulú, de Alban Berg, sombría y hasta tétrica para algunos.
Desde los primeros compases esplende el fulgor de las improntas rossinianas: desenfado, bonhomía, sentido del humor a toda prueba que pone en el mismo plano los rulitos en fagot, trinos en flautas, bromas retozonas en los clarinetes y al mismo tiempo los demás emblemas de este autor, en especial su manera ejemplar de hacer parecer fácil lo complicado, dúctil lo pesado, ligero lo pleno de contenido.
La batuta del maestro Jesús López Cobos es admirable: en cuanto la obertura da pie al primer crescendo, el control que ejerce su marfil, que pareciera sobrevolar el foso entero, resulta asombroso: en cuanto la velocidad alcanza niveles de crucero, suelta sus fuegos de artificio en pleno clímax, se sienta en el cuerno de la Luna e inicia su descenso con una sensación de alivio, reposo, levitación en reversa, espléndido diminuendo. Gran orquesta; estupendo el director.
Aluvión de color
Entonces se abre el telón y ahora lo colorístico inunda todo, desde el foso hasta los confines del proscenio, las piernas, el paso de gato, los andamios invisibles en el aire.
La escena inicial no tiene pierde ni desperdicio: el sello inconfundible de Els Comediants está plasmado en todo el cuadro, ya que el maestro Joan Font, director de ese grupo teatral conocido en México por su estilo libre, profundo y desparpajado, es el director de escena de esta producción del teatro Real, en coproducción con el Maggio Musicale Fiorentino, el Grand Théatre de Burdeos y la Houston Grand Opera.
Sin necesidad del gag, slapstick o mero pastelazo, el trazo escénico destila en cambio inteligencia, fluidez; crea atmósferas con el valor de lo atemporal sin perder los parámetros operísticos, para ubicar al espectador en situaciones muy puntuales, en este caso, un baño turco: los integrantes del coro se sofocan sin que les gane la risa, lucen sus abdómenes esféricos sin incurrir en lo esperpéntico, se desplazan lentamente y completan un paisaje tan variopinto y divertido, que el escucha no puede reprimir las carcajadas. Nunca humor involuntario.
Tan diestro es el manejo escénico que más adelante convertirá en toda una creación el personaje de Isabella, encomendado a la cantante búlgara Vesselina Kasarova, quien afectará de manera infinitesimal el tono, adoptará un falso manierismo, logrará desplantes actorales insólitos y todo un arsenal de recursos teatrales que constituyen un acontecimiento, dado que buena cantidad de montajes operísticos desprecian el desempeño teatral para concentrarse en los gorgoritos.
Resulta nítida también la intención, el tono, los rumbos elegidos: una reivindicación discreta, inteligente y, por tanto, bien lograda de lo femenino, de su supremacía. Kasarova imprimió a su voz el erotismo, la inteligencia y el humor que requería un personaje inmerso en una historia moderna
El elenco principal cantó siete funciones, mientras el segundo cartel se ocupó de otras cinco. Del primero, Carlos Chausson fue deslumbrante en su papel de Taddeo, mientras Michele Pertusi cumplió a cabalidad su rol de Mustafá y Maxim Mironov hizo un tibio Lindoro.
Buena batuta, excelente orquesta, elenco sólido, todo dispuesto para el disfrute pleno de este Dramma giocoso con lo brioso y lo hermoso, lo opíparo e hiperdisfrutable, todos los ingredientes que ameritan poner en vida una ópera de Rossini.