a llegado el momento. Pero sólo podremos verlo y actuar en consecuencia si nos atrevemos a salir de nuestra cárcel.
Nuestras palabras y categorías modelan nuestra experiencia del mundo. Pero mundos como los actuales exigen desafiar esas maneras de percibir la realidad, experimentarlas como una prisión, y buscar palabras nuevas que incorporen a la mirada las novedades del día, ese mañana que se introdujo subrepticiamente en el hoy.
Hace 200 años la visión dominante en Francia buscaba reformar la monarquía. Sólo podía pensarse el mundo con el rey a la cabeza. Así fue hasta unas semanas antes de que se la cortaran.
Muchos colonos norteamericanos pensaban que no había más camino que negociar con la Corona Británica. Lo creían aun cuando había estallado ya su guerra con ella. Igual pensaban muchos habitantes de la Nueva España: no concebían alternativa a la forma monárquica aún después de haber conquistado la independencia.
Hace 100 años dominaba entre nosotros la impresión de que era imposible deshacerse del dictador. Los más audaces consideraban que bastaría hacer efectivo el sufragio y evitar su reelección: un nuevo presidente, democráticamente elegido, realizaría los cambios necesarios. Lo pensaba así la mayoría pensante
incluso cuando Porfirio Díaz navegaba ya en el Ipiranga.
No debe extrañarnos. En febrero de 1917 Lenin señaló, melancólicamente, que su generación no vería la revolución. No supo ver la que en esos días se estaba tejiendo y estallaría unos meses después. Tampoco supo anticipar lo que pasaría con su revolución bajo la estructura de mando que le dio.
Domina aún una mentalidad para la cual el Estado es el principal e incluso el único horizonte de la política. Sería el agente central de la transformación social. El propósito de la lucha política sería conquistarlo, por la vía electoral o la armada. Si ésta se descarta, por cualquier razón, el camino electoral resultaría la única opción políticamente válida. Como está lleno de trampas y obstáculos, la lucha se concentraría en negociar con los poderes actuales cambios en los procedimientos electorales y construir una base electoral comprometida con el cambio.
Esta percepción se basa en la convicción de que el control del poder estatal permitirá realizar todas las transformaciones en que se sueña y que sin el ejercicio del poder estatal no habría cambio significativo posible. Las luchas que se apartan de ese camino y rechazan a los partidos, a las instituciones electorales y a los aparatos mismos del Estado, al proponer opciones basadas en la propia gente, quedan así automáticamente descalificadas.
¿Cómo liberarnos de esa prisión? ¿Cómo mostrar que ese camino ha dejado de ser posibilidad emancipadora, si es que alguna vez lo fue? A menudo se resiste toda invitación a apartarse de él a menos que se ofrezca un proyecto político completo que caracterice una opción alternativa viable. Pero esto es parte de la prisión. Lo que ha pasado a la historia es la ingeniería social: la idea de que desde arriba, armados de una concepción brillante de la tierra prometida y del camino para llegar a ella, así como de los instrumentos de mando para conducir a las masas, será posible lograr la emancipación. Como nos dijeron hace tiempo los zapatistas, es hora de confiar en la gente. No necesita quien la dirija. Se dota de sus propias estructuras para luchar y triunfar. Toman en sus manos sus propios destinos y lo hacen mejor que los gobiernos que se imponen desde afuera
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El horno no está para bollos. La catástrofe tanto tiempo anticipada se encuentra ya aquí. El peor de los escenarios es que nada
ocurra, o sea, que ocurra todo lo que está ocurriendo: que prosiga la descomposición económica, social, política y moral que desmantela día tras día lo que queda de país.
No basta un cambio de timón o del timón mismo. No es suficiente sustituir al capitán, para que el nuevo se ocupe de calafatear el barco, que hace agua por todas partes. El barco mismo está podrido. Hay que construir otro, en medio de la tormenta.
El sueño de 2012 es ya una pesadilla insoportable a la que nadie llegará. Las puntas de la encrucijada actual no incluyen el camino electoral. Tendremos una profundización sin precedente del ejercicio autoritario, con formalidades representativas como las que instalaron a Hitler en el poder, o haremos lo que estamos diciendo que vamos a hacer: ejercer nuestro poder político realmente democrático, la dignidad, para reorganizar la sociedad desde abajo y a la izquierda. Como nos dijeron los zapatistas hace casi un año, “el ser tantos y tan diferentes nos permitirá sobrevivir a la catástrofe…y nos permitirá levantar algo nuevo… diferente.”