El último suspiro del Conquistador / XIV
arado junto al lecho de muerte de su amo, mientras esperaba la secuencia de estremecimientos (casi imperceptibles para el común) que anuncian la inminencia de la última respiración, el almero Tomás repasaba sus acciones futuras: para no despertar sospechas, tendría que salir de Castilleja de la Cuesta aún disfrazado de Juana de Quintanilla y hacerse de una coartada para abordar, como mujer sola, un barco a las Indias. Un ayuda de cámara a quien no había visto nunca antes ingresó en silencio a la habitación, en la que se encontraban el cura, Cortés agonizante y el propio Tomás, y le pidió a éste que saliera. El almero sintió terror de descuidar su puesto al lado del moribundo, pero obedeció. En una habitación contigua, el hombre le dijo, mientras le hacía entrega de los objetos que iba mencionando:
–El Marqués ha dispuesto que se os haga entrega de estos tres talegos con doblones, de estos títulos que amparan tierras en Tabasco y el Soconusco, ansí que de esta carta a la Casa de Contratación de Sevilla para que se os embarque en la nao más cercana a partir, y de estas dos otras, una para el ayuntamiento de Chiapa de los Españoles, la otra para la intendencia de Ciudad Real. Ambas os servirán de santo y seña como doña Juana de Quintanilla, esposa del capitán Juan de Malpica, encomendero en Chiapa de Indios.
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Rufino no podía explicarse lo que sentía cuando se miraba en el espejo vistiendo ropa de mujer. Sólo tenía claro que el deseo de transformarse era más fuerte que él, que no podía evitarlo, que lo había acompañado desde que tuvo uso de razón e incluso desde antes de se hiciera una idea básica de las diferencias entre hombres y mujeres. Le sorprendía, eso sí, que la vergüenza y el orgullo pudieran venir mezclados y se dejaran sentir al mismo tiempo, con los mismos actos, con las mismas poses frente al espejo. Pero en las sesiones de travestismo que realizaba en el cuartito del fondo del jardín de la Seño, tras las jornadas interminables en la taquería del mercado, la incomodidad moral fue haciéndose pequeña conforme le crecía un sentimiento de dignidad.
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Confiada en que más temprano que tarde Andrés volvería a buscar sus cosas, o por lo menos el disco duro en el que almacenaba su trabajo académico, Jacinta se dispuso a salir. Pero antes sacó el aparato de la caja en la que se encontraba, fue a la cocina, se puso a cuatro patas y lo escondió bajo el refrigerador. Oyó los pasos de su madre, que se acercaba, y se incorporó.
–¿Qué haces, m’ijita? —preguntó Eduviges sin notar su agitación.
–Voy a salir. Voy a buscar al tlacuache don Rufina –dijo Jacinta con voz cortante, harta de una vida de dar explicaciones.
–¿Y dónde la... digo, dónde lo vas a buscar? ¿En La Lagunilla?
–Pues sí. Es cosa de preguntar en el mercado. Con lo singular del personaje, todo mundo allá ha de saber dónde está su local –explicó Jacinta con paciencia fingida–. Ah, y si viene Andrés, dile que me espere y que no se mueva de aquí. Que no se lleve sus cosas. Lo entretienes, ¿eh?
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Iván sintió que había pasado una eternidad en la esquina de Donceles y República de Argentina. Finalmente, sintiendo que tenía todas las espinas del mundo clavadas en el organismo, y con el pensamiento macerado por la imagen blanda del cadáver de don Rufina, logró incorporarse y dar unos pasos. Conforme avanzaba hacia el oriente, los dolores y el malestar fueron menguando. Siguió por Seminario, desembocó en un Zócalo excesivamente luminoso para sus pupilas aturdidas y quiso atravesar la plaza, encorvado y doliente, pero los elementos de la Policía Federal que secuestraban un tercio de la explanada pública le impidieron el tránsito.
–Por la derecha –le dijo con brusquedad uno de esos hombres disfrazados de robots bélicos del posfuturo tardío, señalando hacia la acera de Catedral.
En otro momento, Iván se habría alebrestado ante la orden, pero esa vez se sentía tan mal que obedeció y hubo de cruzar la plaza por en medio de la plancha central, bajo un sol inclemente. Al llegar al Ayuntamiento dio vuelta a la izquierda. Los dolores habían vuelto y cada paso era una lanza hincada en los músculos de sus piernas. Dobló una vez más a la derecha por Pino Suárez y sufrió un nuevo desvanecimiento justo al pie del conjunto escultórico que conmemora la mítica fundación de Tenochtitlan.
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Andrés recurrió a todas las trampas mentales contra sí mismo para retrasar la visita a la casa de Eduviges, a la que tenía que ir para recuperar sus materiales de trabajo más necesarios, especialmente el respaldo de su información en un disco duro. En camino a la colonia del Valle, con el pretexto de adquirir por vía electrónica un boleto de regreso a Francia, se metió a un cibercafé. Pero en vez de ir a la página de una línea aérea o de una agencia de viajes, accedió a su cuenta de Facebook y vio que tenía 72 mensajes nuevos y más de 500 notificaciones. Era natural: se había desconectado una semana antes y la comunidad académica le había ido dejando una estratigrafía de materiales, saludos, comentarios y peticiones. Con una pereza infinita, abrió una nueva ventana para revisar los mensajes y en ella, en el espacio de las fotos de sus amigos, apareció la cara de la mujer a la que amaba y detestaba tanto. Andrés se dejó vencer por una curiosidad ansiosa, dio un clic con el puntero sobre el pelo de la muchacha y fue transportado al perfil de Jacinta Dionez Manzano. Al ver lo que ella había puesto ahí, sufrió un ataque de rabia.
(Continuará)
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Del Feisbuc y del Tuiter: El martes pasado, en El Universal, Carlos Loret de Mola escribió que el día en que Televisa transmitió su Teletón, en uno de los centros para discapacitados financiados por esa cosa se recibió una amenaza de bomba. Si fuera cierto el dato, habría sido una acción deplorable y condenable. Según Loret, está claro
que tras el amago están los anti-Teletón
, en referencia, parece ser, a quienes hemos criticado, en ambas redes sociales, el magno chantaje emocional de dudosas o jugosas derivaciones fiscales para la casa promotora: Su discurso intolerante, sin matices, violento, pero derrotado (...), intentó un día más tarde una nueva ruta de expresión: la amenaza de hacer explotar un Centro de Rehabilitación Infantil Teletón
. Una de tres: a) o bien el periodista televiso se ha dejado influir por esta humilde columna y empieza a incursionar en la ficción (buenísima trama: los perversos antiteletones lograron generar zozobra entre los pacientes infantiles), o b) ha decidido ganarse la papa y/o consolidar el favor de sus patrones escribiendo cosas inciertas o abiertamente falsas, o c) cuenta con información veraz que indica que el o los autores de la amenaza de bomba es o son alguien o algunos de los que han repudiado al Teletón en foros internéticos. Ojalá que la primera respuesta sea la buena. Si es la segunda, sería penoso asistir a la degradación profesional de uno que solía tener prestigio y hasta credibilidad. Y si es la tercera, aguas, Loret: según entiendo, proferir una amenaza terrorista es un acto delictivo, y si tú tienes datos al respecto y no los has puesto en conocimiento de las autoridades, podrías ser acusado de encubrimiento. Entonces: ¿quiénes están detrás de la amenaza? Pregúntemosle al propio Loret en su cuenta de Feisbuc o en http://twitter.com/CarlosLoret. En una de esas, tiene tiempo y ganas y hasta nos contesta.
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