Nueva York, te amo
ueva York, te amo es la continuación de aquel París, te amo novedosamente armado en 2006 por el productor francés Emmanuel Benhiby, en el cual presentó 18 cortos realizados por 21 directores que debían explorar los 20 distritos en que se divide la llamada ciudad luz.
Consciente esta vez del carácter demasiado fragmentario de aquella película, cuyos episodios, considerados en conjunto, perdían fuerza en la reiteración y en la brevedad obligada, el productor eligió fijar normas de realización más estrictas, dedicar 8 minutos a cada viñeta y limitar a 11 el número de cineastas participantes. Algo más: las transiciones entre cada historia serían muy delicadas, apenas perceptibles, con el fin de ofrecer un conjunto narrativo más atractivo y homogéneo; algunos actores incluso saltarían de un episodio a otro, produciendo una impresión de familiaridad en el gran fresco urbano.
Nueva York pasaría de ser una ciudad impersonal, de ajetreo infatigable, a aquello que cineastas como Woody Allen y Paul Mazursky, o escritores como Paul Auster, habían logrado plasmar anteriormente: un pequeño gran pueblo con el aliento suficiente para preservar, de modo romántico, una noción de intimidad en medio del caos circundante.
El objetivo se consigue sólo a medias. Nueva York, te amo no mantiene ese propósito de unidad idílica. Algunas historias, como la de Jian Weng, que enfrenta a dos carteristas en un duelo de habilidades, o la de Brett Ratner, que flirtea con la incorrección política en su presentación de un estudiante que debe llevar a una fiesta a una joven discapacitada, no son precisamente modelos de sutileza, como tampoco el relato de Randy Bashmeyer sobre una videoasta que con su cámara levanta el inventario de clichés sobre –insistiendo en el cliché– la urbe de hierro. Al lado de esto hay episodios más logrados, como el de Shankar Kapur, en el que una cantante de ópera (Julie Christie, estupenda) tiene en un hotel un encuentro a la vez emotivo y fantástico con un botones ruso, o el melancólico relato de Joshua Maston sobre dos ancianos que en un paseo por Coney Island se percatan de la fragilidad de sus existencias y del vigoroso asidero moral que representa su entendimiento afectivo.
Hay episodios originales (el de Fatih Akin o el de Shenji Iwan) sobre las dificultades de la comunicación y también irónicas escenas de seducción urbana en la que interviene la lucha de sexos (Yvan Attal). Lo sorprendente es que el carácter multicultural de Nueva York queda soslayado por la ausencia de historias en las que intervengan minorías raciales o sexuales, o que se sitúen en el Bronx o en Harlem, paisajes tal vez incómodos en la visita pintoresca y amable que como una versión tipo Google Earth ofrece el productor a una nueva generación de espectadores.