El último suspiro del Conquistador / VII
duviges Manzano, la madre de Jacinta, había esperado muchos meses el momento de hablar con su hija. Y ahora la escuincla mocosa, después de un año de ausencia, aparecía de la mano de un hombre desconocido, le arrojaba un saludo insípido, subía corriendo a la bodega de la azotea a buscar un frasco viejo, no lo encontraba, le venía el sentimiento y se largaba, claro, de tal palo tal astilla, sin ni siquiera saludar, y la trataba a ella (a Eduviges, a E-du-vi-ges-Man-za-no-de-la-To-rre) como si fuera un adorno, no, peor, porque uno se fija en los adornos y toda persona educada tiene que decir por lo menos ¡ay, qué bonito!
; más bien como una basura, como una telaraña molesta; pues que se largara Jacinta con su padre y con la enfermera gorda con la que el idiota se había ido a vivir, dejándola a ella, a Eduviges, en la soledad y en la deshonra, a ver si esos dos perros calientes la volvían a meter al kínder y a la primaria, que es lo que esta canija necesitaba para aprender modales.
Con esos pensamientos en la cabeza y una sensación de presión detrás de los ojos, Eduviges Manzano bajó las escaleras de servicio, cruzó el patio, entró a la casa, atravesó la sala, subió a la planta alta, fue a su habitación, se dirigió al gabinete en el que guardaba las medicinas, sacó del mueble un bote de plástico como de medio litro, regresó a la cocina y allí empezó a sollozar, pero no se detuvo. Puso sobre la mesa el recipiente junto con un envase de leche que tomó del refrigerador, un plato sopero que bajó de la alacena y una cuchara obtenida en el cajón de los cubiertos. Desenroscó el tapón del frasco y vio, con satisfacción maligna, que estaba casi lleno de unas tabletas amarillentas y grandes; las vació en el plato, les echó encima un chorro de leche y se dispuso a deglutir aquello como si se tratara de cereal del desayuno.
* * *
–Fuiste grosera con tu mamá –le dijo Andrés a Jacinta cuando ambos devoraban sendas tortas en un cuchitril de la colonia Doctores. Habían abordado un taxi, ella le había pedido al conductor que los llevara al mercado de La Lagunilla y a medio camino se quedaron atrapados en un gran embotellamiento. Poco después, por entre los vehículos paralizados, hordas de peatones se abrían paso caminando en la misma dirección. Portaban pancartas y llevaban prisa.
–¿Quiénes son? –preguntó Jacinta.
–Los electricis... –respondía el chofer, cuando pasaron, junto a la ventanilla de ella, varios hombres que andarían por la cincuentena y que cantaban a coro:
Yo no soy García Luna
ni soy Lozano Alarcón
ni pertenezco a la mafia
que desangra a la nación;
yo soy un electricista
corrido por Calderón.
Nos han lanzado a las calles
a gritar por la ciudad;
quieren provocar violencia
pues calculan con maldad.
Podrán quitarnos el sueldo
pero no la dignidad.
* * *
Don Rufina era una mujer generosa y atenta a las necesidades de los demás, pero casi nadie en su entorno reparaba en esas virtudes; para la mayor parte de los locatarios del mercado de La Lagunilla (tanto hombres como mujeres), más relevante que su bondad era el hecho de que poseyera, así fuera por un accidente de la naturaleza, pene y testículos, y que no los honrara con su comportamiento.
Cuando prosperó su negocio, don Rufina se permitió una que otra ilusión pagada: se hizo con un ejemplar del catálogo de sexoservidores que circulaba entre los locatarios del mercado y contrató los servicios de algunos muchachos que exhibían filete, suadero y chamorro engrasados y a punto de estallar. Su motivación principal no era el placer, sino la satisfacción de fantasías sentimentales: cuando recorría esas musculaturas inverosímiles, cuando acariciaba aquellos glandes enormes, majestuosos y apacibles como cetáceos difuntos, don Rufina construía la ilusión de que en uno de esos cuerpos habitaba su alma gemela.
Iván, su novio, 21 años menor que ella, estaba convencido de que don Rufina era un ser inmoral y hasta despreciable. Ella lo había rescatado de la farmacodependencia y de la prostitución. Iván despreciaba su trabajo, se despreciaba a sí mismo y despreciaba a sus clientes de ambos sexos, había desarrollado una cáscara gruesa y antes de acudir a sus citas de trabajo se anestesiaba el alma y el cuerpo para no sentir placer, dolor, desagrado, afecto, antipatía o náusea.
Por alguna razón ajena a su voluntad, Iván llegó descompuesto a su primera cita con don Rufina, se quebró entre sus brazos y se permitió gimotear, ya fuera por el aguijón de la abstinencia o por una carencia más honda que ni siquiera se atrevía a identificar. Don Rufina, en vez de exigirle la devolución del anticipo y echarlo de su recámara, lo arrulló, lo mimó y logró que se calmara. Iván se dejó hacer, no sólo porque no tenía fuerzas para resistirse, sino porque ella lo metió de golpe en un territorio que no había pisado nunca, que lo conmocionó y que le pareció preferible al de la muerte: el de la ternura materna.
* * *
Él no sentía nada ni percibía nada. Pero en la neblina difusa de su inconsciencia aparecieron las gargantas que había cercenado, los brazos que había separado de sus troncos, los ojos que había reventado con adargas, las tripas que había desenredado hurgando con la espada en el vientre del enemigo, las mujeres a las que había tomado por la fuerza y las innumerables personas a las que les había manoseado el destino: casarlas, separarlas, desterrarlas, ahorcarlas, utilizarlas...
* * *
Andrés estaba arrasado por el hambre y por el cansancio del vuelo trasatlántico seguido de desplazamientos sin sentido por media ciudad de México. A propuesta suya, le pagaron al taxista, se apearon y entraron en una tortería para comer y esperar a que terminara el colapso de tránsito causado por la movilización de electricistas. Ya sentados ante una mesa de lámina, él le reprochó su conducta filial. En realidad, se sentía atropellado en carne propia por los arranques atrabiliarios de su pareja y sufría una incomodidad creciente ante aquella mujer a la que encontraba más hermosa y deseable mientras más atropellos cometía.
–Pues mi mamá también ha sido grosera conmigo durante toda mi vida, fíjate tú –replicó Jacinta, entre mordida y mordida de una torta gigantesca. –Siempre me trató como si yo fuera su muñeca, no su hija; ha vivido procurándome lo mejor
, sin tomarse jamás la molestia de preguntarme qué es lo que yo considero lo mejor
... Mira, y hasta te apuesto a que escombró la bodega pensando que me iba a encantar encontrarla limpia... Pero nunca supo el valor que ese tiradero tenía para mí. Y así ha sido en todo.
Tras formular esa confidencia balsámica, Jacinta pudo ver, sentado frente a ella, a un hombre que le encantaba, y le dolió mirarlo rajado por el agotamiento y por el desconcierto. Vio en él el estado deplorable de ambos: despeinados, sucios, muertos de cansancio. Lo tomó de las manos y le propuso que se fueran a pie al hotel, que se dieran un baño y que durmieran unas horas. Ya podrían postergar para el día siguiente la búsqueda del frasco en el que, según ella, podría encontrarse el alma de Hernán Cortés. Andrés accedió. Caminaron unos pocos kilómetros; cruzaron por entre los contingentes de la marcha de protesta y vieron en ella muchos miles de rostros exasperados, otros abatidos, y muchos más, iluminados por la certidumbre de su causa. En la habitación recuperaron el amor y luego flotaron en un letargo plácido. Entonces sonó el teléfono celular de ella. Jacinta respondió con desgano y lo que escuchó la descompuso. ¿Cuándo?
¿Dónde la tienen?
¿Está consciente?
, iba preguntando entre sollozos. Colgó, se limpió los mocos, hizo una pausa en el llanto y recitó con la vista fija en la pared:
–Internada uno o dos días más. Ya la libró. Hay que hacerle análisis de hígado y de riñón –y volvió a romper en llanto.
–¿Qué pasó? –exigió Andrés.
–¡Qué pendeja es mi mamá! –reventó Jacinta, aún entre sollozos, y con desesperación y rabia. –Trató de suicidarse con vitaminas.
(Continuará)
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