Domingo 18 de octubre de 2009, p. 5
La prueba de veracidad de lo que voy a contar es mi palabra.
Casi todas las tardes salgo a dar la vuelta. Como mi razón principal de tomarme esta molestia es atender el consejo médico de desentumecerme de tanto en tanto, ya que paso la mayor parte del tiempo sentada, ni siquiera me entretengo con lo que pudiera suceder a mi alrededor durante mi prescrita caminata. Me desplazo con la vista en la acera, entregada a mis propias cavilaciones, y no la alzo hasta regresar a la puerta de mi casa, pues no quiero errar al meter la llave en el cerrojo y cuanto antes abrir y pasar directamente a sentarme de nuevo en mi sillón de lectura, forrado de un rojo oscuro que el tiempo no ha deslavado, y al arrellanarme en el cual, en todo caso, vuelvo a sentirme bien, con el libro otra vez en las manos.
Sin embargo, ayer que caminaba me tropecé, y en lo que recuperaba mi postura y el paso tuve que advertir, inclinado hacia el otro lado de la barda baja del puente sobre el río Magdalena, a un hombre que me pareció que vacilaba entre arrojarse o no a las aguas poco caudalosas que corren, entre inmundicia y piedras, a unos cuantos metros debajo del asfalto y de las suelas de los zapatos de quienquiera que se detenga sobre sus pies a contemplarlas.
Por intuición, curiosidad, o deformación profesional, dispuse olvidarme de mí y los ejercicios que practico en un supuesto bien de mi salud, y observar al hombre en el puente y, si se diera la ocasión, intervenir en su auxilio.
Atravesé la calle y me acerqué a él. Me coloqué a su costado derecho, a una distancia que fui acortando. Era alto y corpulento, y calculé que se encontraba en sus tardíos cincuentas. Llevaba puesto un traje color café, de una tela que empezaba a brillar de tanto que había sido usada y planchada. Se había aflojado la corbata y desabotonado el cuello de la camisa, que mal ocultaba el abultado vientre. Tenía el pelo escaso y corto, pero dejaba ver que había sido rizado y, aunque ahora era casi gris en su totalidad, reflejaba que había sido rubio. Sus manos eran grandes, gruesas, y más que posar en el borde exterior de la barda, parecían estar ejerciendo presión sobre ella como para impulsar el resto del cuerpo a arrojarse. Una inclinación intermitente del torso hacia enfrente corroboraba mi impresión. El hombre a mi izquierda, con argolla matrimonial, tenía el aspecto de una persona de buena familia, con educación, datos que podían explicar la evidente vacilación que sufría entre arrojarse al río o no hacerlo. Deduje que algo, en vez de detenerlo de acabar de perderse, lo retenía.
En cuanto a mí, si no osaba acercarme más a él, mucho menos iba a inmiscuirme en sus asuntos. Y era probable que en ésas lo habría dejado de no haber sido que, cuando estaba por alejarme, y aunque experimentara una culpa difícil de explicar, o de justificar, en eso dobló la esquina y apareció la figura de una mujer bajita y menuda que de tan agitada incluso llevaba el pelo en desorden y que, al vernos, se encaminó hacia nosotros, por lo que permanecí en mi sitio para ver qué sucedía.
La mujer que, por su edad y su estado, si no por su constitución, podría pasar por ser la mamá del hombre, al verlo a él, y como si él hubiera estado ahí en calidad de enviado, sorprendida pero sin miramientos, le hizo señas de seguirla. A unos pasos, los seguí yo. Entramos a una zapatería en la que, además de dos muchachas que, entre pláticas, risas y zapatos esparcidos a sus pies, se los probaban delante de espejos y cajas abiertas y vacías, había un joven elegante, con una banda negra en la solapa, no tanto atento a la caja registradora y la clientela, como aguardando a que la mujer, que quizás habría salido de ahí en un arrebato intempestivo, regresara.
No bien cruzamos el umbral, la mujer dio órdenes al hombre del puente de que guardara los zapatos en sus respectivas cajas y las llevara a la bodega, cuya puerta señaló al fondo del local. Cuando el hombre del puente, sin decir palabra y no sin dificultad se agachó a obedecer y, una vez cargado de las cajas, desapareció por la puerta indicada, la mujer, con determinación, pero con una voz que se fue quebrando, advirtió al joven de la banda negra, al que tuteaba, que, si insistía en despedirla, ella se iba a arrojar a las aguas del río, a espaldas del comercio en el que trabajó desde antes de que él naciera.