ucho hemos comentado las innumerables riquezas que tiene cada rincón de nuestro país. Una vez más lo constatamos en un reciente viaje a la ciudad de Durango, capital del estado del mismo nombre. Fue fundada en 1563, erigiéndose desde esa fecha como capital del entonces territorio de Nueva Vizcaya.
Nacida como Villa
alcanzó tal relevancia política, económica y religiosa que en 1630 fue elevada a Ciudad
. Situada en un vasto valle rodeado de montañas bajas, tiene los cielos más diáfanos y luminosos que han sido aprovechados por cineastas mexicanos y extranjeros que han filmado varias películas en sus alrededores.
Su centro histórico sorprende por el gran número de preciosas construcciones barrocas y decimonónicas, que lucen una diversidad de adornos labrados en la bella cantera que juega con tonos rosados y arena. Muchas de ellas son verdaderos palacios, como el que construyó el acaudalado minero Juan José Zambrano, que actualmente es sede del palacio de gobierno. Banamex, con el buen ojo que le caracteriza, adquirió el Palacio del Conde de Súchil, una auténtica alhaja barroca.
Las construcciones del siglo XIX no desmerecen en la exquisita ornamentación, que deja ver la maestría de sus canteros y herreros, que da vida a las ideas novedosas de arquitectos, alarifes y, con toda seguridad, de una que otra señora que soñaba con su mansión afrancesada y no faltó la que pidió su manzarda, ese techo inclinado recubierto de tejas para que escurra la nieve.
El cantero estrella fue Benigno Montoya, quien a fines del siglo XIX adornó templos, mansiones y realizó extraordinarias esculturas funerarias en el Panteón de Oriente, que ha sido declarado museo por la cantidad de obras de arte que resguarda. Él repuso algunas imágenes faltantes de las fachadas de la catedral, una de las más hermosas del norte de México. Su construcción comenzó en 1695 y tardó casi cien años en concluirse. En estilo barroco muestra una rica iconografía en la cantera de sus portadas principal y laterales. En el interior conserva la sillería del coro exquisitamente labrada en madera y chapeada en oro, dos órganos monumentales y óleos del siglo XVII. En la parte posterior tiene un pequeño museo con algunas obras notables de arte religioso. Como sucede en casi todos los centros históricos de las ciudades mexicanas, hay muchos templos, ya que solía construirse uno en cada barrio. Durango no es la excepción y los vemos de diversos estilos, los más recientes, ya del siglo XX, en un neogótico que parece haber gustado mucho en la zona norte del país.
Unos cuantos museos muestran distintas expresiones de la cultura duranguense, comenzando por su antecedentes prehispánicos. En las afueras de la ciudad se encuentran los vestigios de una urbe edificada por la cultura chalhihuita, entre los años 800 y 1450 dC y cuenta con un breve museo. Se conoce como la Ferrería por la antigua hacienda Ferrería de Flores, que en el siglo XIX se dedicaba al beneficio del hierro. Ahora en remodelación, es un edificio de belleza sobresaliente. Adjunto conserva las impresionantes ruinas de la antigua fundición.
Un sencillo museo de las culturas populares ocupa una linda casona en el centro histórico, que muestra las expresiones culturales de los grupos indígenas que pueblan actualmente la región. Maravillan las artesanías utilitarias y ornamentales de tepehuanos, huicholes, tarahumaras y mexicaneros: indumentaria, textiles, máscaras, cerámica, instrumentos musicales, cestería, juguetes y un sinfín de auténticas obras de arte.
Como era de esperarse tiene su gastronomía representativa. Sobresale el caldillo durangueño, cuya base es el chile pasado
, que es un poblano secado al sol que se hidrata antes de ponerse en el caldillo con trocitos de filete de res, ajo y cebolla. Productores de nuez, con ella elaboran exquisitas golosinas, y con los higos y duraznos, suculentas conservas. Un viaje inolvidable.
En memoria de Pilar Alanís