Opinión
Ver día anteriorJueves 1º de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Por qué no cae Micheletti?
L

a crisis de Honduras ha probado, entre otras muchas cosas, la histórica debilidad del llamado sistema interamericano para hacer que los acuerdos se cumplan, cuando se trata de que un gobierno de la región modifique sus conductas. La apelación al diálogo, el empleo de los recursos propios de la política y la democracia, siendo los métodos justos y necesarios, no siempre logran modificar la conducta censurable de un gobierno cuando éste se atrinchera en sus posiciones.  Tampoco las medidas extremas, como el embargo o el empleo de la fuerza militar, asegurarían resultados satisfactorios, si en el país no existiera una fuerza interna capaz de liderear la resistencia sin romper con las reglas del juego, es decir, dispuesta a negociar sin exclusiones para restituir el estado de derecho.

La paradoja de la situación hondureña es que el reconocimiento universal de la legitimidad presidencial de Manuel Zelaya va acompañado, a la vez, de una suerte de desconfianza en sus propósitos e intenciones que se filtra reforzando las posiciones renuentes de los golpistas. Sin embargo, a pesar de los temores del presidente costarricense y mediador, a quien le preocupa el posible aislamiento del gobierno de facto, no hay posibilidad de que la Honduras de Micheletti se convierta en una autárquica Albania centroamericana pues, por más oligárquico que sea el régimen, se halla unido al mundo por infinidad de vasos capilares que alimentan islotes de intereses vinculados entre sí y comulgan con las mismas ideas, aunque no sean tan torpes como los golpistas hondureños. Al fin y al cabo, el pequeño poder local necesita y se retroalimenta de la gran dominación imperial a la que suelen servir sin embozo sus grandes jefes políticos: los patrióticos de los militares, las camarillas empresariales y sus hombre de pro. Pero en este punto también hay cambios. Aunque no les guste a muchos, moderados y populistas van en el mismo barco, y eso, por ahora, cuenta.

En el pasado muy reciente –hasta la presidencia de Obama– la capacidad disuasiva de la OEA se sustentaba, además, en el supuesto de que, más allá de las declaraciones, el orden en Latinoamérica está condicionado a los vínculos nacionales de cada país con Estados Unidos, a quien correspondería la aplicación en útima instancia de las sanciones colectivas de mayor calado, pues nadie como ese país puede erigirse supervisor, vigilante y, a la postre, garante de la unidad del sistema democrático. En otras palabras:  las medidas importantes se tomaban en el Departamento de Estado y nada más. En la crisis actual, el gobierno estadunidense decide jugar un papel distinto, condenando el golpe, exigiendo la restitución de Zelaya e, incluso, cancelando apoyos y visas para los miembros del entorno golpista, tratando de marcar las diferencias con el gobierno de Bush o sus antecesores. Y esto, a querer o no, también en un signo de los tiempos que ningún maniqueísmo alcanza a borrar. Pero el gobierno de Estados Unidos, que tiene sus propias presiones y antagonismos internos, y eso conviene no olvidarlo, también perfila un punto de vista propio acerca de la crisis y sus soluciones y con ese cristal observa los movimientos de los demás protagonistas.

Las críticas al retorno de Zelaya, realizadas por el representante estadunidense en la OEA, son significativas, sobre todo porque se dan en el contexto de una reunión donde Estados Unidos (junto con Canadá, Bahamas, Costa Rica y Perú) se abstiene de suscribir el proyecto de declaración en un punto especialmente importante: la posible legitimidad del gobierno que surja de las próximas elecciones, si se producen sin que el depuesto presidente Manuel Zelaya sea restituido. Cabe señalar que así como hubo un intento de blanquear la acción de los militares bajo el manto de las resoluciones judiciales, calificándolo de golpe atípico, constitucional, así se pretende establecer que no se viola principio alguno si de las elecciones convocadas por Micheletti para noviembre surgiera un gobierno democrático, reconocible por la comunidad internacional. Ésta es, en definitiva, la operación que estaba en curso cuando el retorno de Zelaya derrumbó el castillo de naipes que ya se había comenzado a construir.

En la reunión mencionada, Estados Unidos, Canadá, Bahamas, Costa Rica y Perú se abstuvieron de determinar cuál será su posición sobre ese resultado electoral (según Infolatam, 28/9/09) mientras la mayoría de los demás miembros adelantaban su oposición a los resultados de un proceso electoral que se llevaría a cabo bajo el estado de sitio y las amenazas de Micheletti a Brasil y otros países, incluido México.

  No sabemos por cuánto tiempo más se sostendrá el frente interno de la oligarquía hondureña en defensa de Micheletti, pero es seguro que tratarán de maniobrar hasta donde les sea posible para impedir que Zelaya vuelva a la presidencia. En todo caso, como ayer lo decía en estas páginas, el industrial Adolfo Facussé, la salida sería que Micheletti se fuera a casa y Zelaya a juicio, esto es, una salomónica solución oligárquica que no afectaría el status quo ni las relaciones de fuerza creadas por el golpe. Pero todo lo que sea no regresar a Zelaya a la presidencia será el mayor fracaso de la OEA, la democracia y el multilateralismo.