l PAN, como agrupación política y desde su mero nacimiento, encontró gustoso acomodo en la incipiente y provinciana derecha mexicana. Corrían, por esos días, claros procesos de movilidad y construcción acelerada de la República empujadas por el sustrato reivindicador e igualitario de la Revolución de 1910. El país era transformado a pasos socializadores que a la entonces apaleada derecha le provocaban hondas discordancias. Las pulsiones religiosas de los fundadores de Acción Nacional, afiliadas a las prácticas, creencias y enseñanzas del alto clero, constituyeron así parte sustantiva de su núcleo básico. A estas posturas las calafatearon con una concepción del bien común derivado de encíclicas papales, que ya eran retardatarias en esos mismos tiempos. Tal fue la mezcolanza que marcó al panismo por sucesivas décadas. Su flanco modernizante lo constituyó, para su propio prestigio y capital a heredar, el recalcitrante apego a las luchas por la democratización de la vida pública. Conformaron un conjunto de autollamados hombres y mujeres de bien
cuya imagen aún perdura entre clasistas sectores sociales.
Las orientaciones políticas de cuño popular de aquellos turbulentos días posrevolucionarios, los reacomodos del naciente diseño económico y, en especial, el surgimiento de nuevos actores sociales, nacidos de las meras bases de la nación, acicatearon el brote de un elitista movimiento reactivo. Los profundos cambios impulsados desde la presidencia de Lázaro Cárdenas eran demasiado drásticos para ser aceptados sin ser contestados por añejos grupos acostumbrados al mando en solitario. A la lejanía de esos inicios, el panismo, sin embargo, ha sufrido transformaciones que ahora lo presentan un tanto (¿o un mucho?) diferente al de sus orígenes. Han distorsionado sus apegos a las tradiciones democráticas que los distinguieron y han abrazado, ahora que ocupan sillas de poder, costumbres y rituales del más autoritario tufo priísta.
La llamada cultura del priísmo más atrabiliario y patrimonialista los sedujo. La fusión que han logrado en sólo nueve años de ocupar el Ejecutivo federal es completa. Se han fundido hasta hacerse irreconocibles unos de otros. Sus difusores les predican causales pragmáticas: una distinción que trata de presentarlos como modernos y eficaces ejecutivos del quehacer público. Pero que, en el fondo y hasta en la superficie de tal pretensión, esconden sus compulsivos afanes de enriquecimiento instantáneo.
Esto es lo que por ahora, al menos, puede catalogarse como una derecha a la PRIAN. Una mezcolanza de prácticas de ocultismo informativo, nula rendición de cuentas, confluencia malsana de intereses personales con los asuntos públicos, todo ello aderezado con un neoliberalismo rampante, copia transfigurada del acuerdo de Washington. Posturas que ya no resisten el menor análisis crítico para caer hechas trizas ante sus numerosos fracasos y cruentas consecuencias. De la mano, ya bien sudada a estas alturas, los prianistas han inducido más de 30 años de continuada decadencia a la nación entera. Cuando el mundo crece de manera acelerada, México va a la cola de los demás. Cuando se decrece es el que más profundo cae, y todo es culpa del destino, según los merolicos sexenales. Su alianza carnal ha marcado, con un sello de mercaderes, tanto los rumbos generales como específicas políticas públicas, ambas sostenidas por esta dañina alianza (de los así llamados responsables) para las necesidades y los anhelos de progreso nacional que a cada paso manifiesta la sociedad.
¿Qué hermana a los conspicuos directivos de ésta que puede ya ser catalogada como santa alianza que ya perdura más de un cuarto de siglo? En su mero fondo, los reúne, como a toda la historia de la derecha, el santo temor a perder sus privilegios. Ese miedo consustancial al cambio, en especial el que provenga de las entrañas sociales. Miedo a un futuro sin ventajas para los suyos, miedo al cuerpo y sus impulsos de gozo, a las diferencias, pero, sobre todo, a las igualdades entre razas, credos, clases, colores o prácticas. Los panistas y un mayoritario conjunto de priístas son no sólo hombres y mujeres de la más reacia derecha, sino que usan, para distraer incautos, un disfraz de prácticos, eficaces y realistas sujetos activos del orbe decisorio. Un abigarrado bonche de los llamados operadores (transadores a ultranza) los precede en el quehacer colectivo, les preparan el pastel para que los jefes lo consuman como quieran.
En conjunto los prianistas forman intrincadas redes de complicidades, el ingrediente sustantivo del éxito, que es, en realidad, el estigma de sus biografías compartidas para escalar posiciones, para usufructuar el escenario de la política.
Cuando los más ambiciosos arriban a niveles de responsabilidad, entonces flotan, otros se paralizan o sacan sus vacías alforjas intelectuales para llenarlas con frivolidades varias. A los más les horroriza tomar riesgos, ver hacia abajo es el abismo, causal de sus muchos pánicos. Crear, innovar, iniciar aventuras son conceptos por demás ajenos a su ajetreo cotidiano, siempre urgido y atorado por amenazas constantes o causales inmerecidas. Algunos personajes de estas camadas de los otrora mandones se refugian en falsos destierros o se afilian a distinguidas cofradías desde las que predican un evangelio de recetas para el éxito. En ocasiones adoptan posiciones de críticos de las mismas tragedias que causaron, tanto en su ruta a las cúspides como cuando estuvieron encaramados en ellas.
De ésa y otras formas adicionales de la derecha está formada la elite que desgobierna esta atribulada República, y a la que hay urgencia de detener y desterrar mediante la movilización de la energía ciudadana consciente y arriesgada.