e gusta arriesgar. Quienes escriben lo saben: un día aciertan, otro pierden. Los lectores, por fortuna, no son mudos: un día aprueban, otro fustigan. En ese diálogo, entre autor y lector, en ocasiones silencioso, en ocasiones lleno de palabras, es donde el término arriesgar adquiere significado. Arriesgo la siguiente hipótesis: existen similitudes entre las personas que se enlistan en las filas del narcotráfico con las que apuestan por el fanatismo como forma de vida o de muerte. Ellos también arriesgan.
Tanto el narcotráfico como el fanatismo se nutren de seres humanos que no encuentran ni acomodo en la vida diaria ni porvenir digno ni lugar en la sociedad moderna, cuyo leitmotiv parece ser excluir en vez de incluir. Da igual hacer que no hacer. El futuro poco tiene que ver con la voluntad o con el esfuerzo personal. No depende tampoco de la cantidad de trabajo acumulado ni del compromiso con uno mismo o con la sociedad. En muchos de los individuos que se enlistan en las filas del fanatismo o del narcotráfico el futuro es una metáfora incomprensible y sin sentido.
Independientemente de lo que se haga –trabajar 12 horas al día–, o de lo que no se haga –robar o agredir–, el resultado es desalentador y con frecuencia nefasto: es imposible mejorar las condiciones de vida porque las reglas de la sociedad están diseñadas para satisfacer a quienes las dictan. En el mundo son minoría las comunidades incluyentes. Por eso aumenta sin parar el número de jóvenes que desea enlistarse en las filas del narcotráfico o en los cuarteles del fanatismo. La realidad sólo tiene una lectura: entre mayor sea la exclusión, mayor el número de potenciales narcotraficantes y de fanáticos.
El común denominador entre los individuos que se inscriben en ambas formas de vida es la cerrazón de la esperanza. La falta de oportunidades laborales y la imposibilidad de insertarse en la sociedad hermana a quienes engruesan esas modalidades. Vivir el día es destino compartido. Los narcotraficantes saben que son perseguidos y que pueden ser asesinados. Algunos fanáticos deciden el día exacto de su muerte. Matar también es parte del oficio. Ambas actividades asesinan.
Ni el narcotráfico ni el fanatismo en cualquiera de sus cuadros fenecerán. Las razones son obvias: ninguno de sus miembros es imprescindible: todos son sustituibles, todos son desechables. Agrego: la creciente polarización de la sociedad se encarga, ad nauseam, de generar nuevos elementos. El semillero está en las esquinas de la miseria y en la ceguera de la exclusión. Son semillas que se reproducen con celeridad, sin límites. Para quienes perviven en la pobreza el narcotráfico y el fanatismo se convierten en una forma de vida. No importa que al lado del oficio de las drogas esté la muerte. Bienvenida es la muerte cuando el leitmotiv del fanatismo es aniquilar a los culpables de sus miserias.
Existen diferencias. Señalo tres. La primordial es la religión. El fanatismo explota esa vena para atraer personas. A quienes aniquilan en nombre de alguna idea religiosa les aguarda el cielo. Otra diferencia es el origen de las víctimas: policías, civiles que no cumplen
, militares y miembros de otras bandas de narcotráfico en el caso de las drogas; inocentes, la mayoría de las veces, en la filosofía del fanatismo. La última: los fanáticos están convencidos de que el cielo les aguarda. Los narcotraficantes, a pesar de orar con devoción a sus santos, no consideran esa opción, pero sí las personas que se benefician de sus obras: son muchos los narcotraficantes bien queridos por algunos fragmentos de la comunidad.
La exclusión es la madre de ambas plagas. El mundo moderno no sólo carece de medios y de voluntad para acabar con ellas: las fomenta. Ni una finalizará. Bajo los cánones que hoy gobiernan el mundo no hay voluntad para vencerlas. De nada sirvieron, en el caso del narcotráfico, los siete mil muertos asesinados en México en 2008. De nada han servido ni los fanáticos que mueren ni las víctimas inocentes.
La intersección de ambas enfermedades es la exclusión. Quienes ostentan el poder, económico o religioso se nutren de ese fenómeno. La exclusión es un arma imprescindible para que la sociedad moderna mantenga su ritmo. Por eso el narcotráfico y el fanatismo se han convertido en plagas. Ya no son enfermedades controlables. Son epidemias altamente contagiosas. No es el azar la inspiración de Ismaíl Kadaré; es la exclusión: ¿Por qué la humanización de la humanidad es tan tímida?