a intensa lluvia que cayó en el valle de México entre la noche del domingo y las primeras horas de ayer lunes provocó una catástrofe en dos municipios mexiquenses situados en el norponiente de la mancha urbana; afectó severamente el funcionamiento del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, causó estropicios en el palacio legislativo de San Lázaro, generó congestiones viales en gran escala y, sin dudarlo, dejó daños de diversa magnitud en incontables casas habitación, afectaciones que no serán incorporadas en las estadísticas.
La precipitación pluvial fue caracterizada como la más intensa en lo que va del año, pero no la más grande de la década, ni mucho menos. Es decir, se trató de un fenómeno meteorológico previsible –y, sin dudarlo, repetible– ante el cual, sin embargo, el centro político y económico del país no está preparado.
El rompimiento y desbordamiento del Emisor Poniente del drenaje metropolitano provocó en Atizapán y Tlanepantla al menos dos fallecimientos y dejó cientos de casas inundadas, vehículos total o parcialmente destruidos, un número indeterminado de damnificados y un monto aún no cuantificado de pérdidas materiales. Significativamente, las autoridades federales, mexiquenses y capitalinas tenían clara la insuficiencia de ese ramal del drenaje, tanto que está prevista para el año entrante la construcción de un segundo conducto de desagüe para la zona.
Resulta obligado preguntarse en qué medida fue postergada esa obra, y si ello se debió, al menos en parte, al golpeteo político emprendido en 2007 y 2008 por la autoridad federal contra el Gobierno del Distrito Federal, particularmente en el terreno de las obras de drenaje y el abasto de agua potable.
Particularmente exasperante y alarmante resulta la vulnerabilidad del aeropuerto capitalino, pues esa central aérea acaba de ser remodelada, con un proyecto en el que se invirtieron, en condiciones de opacidad, muchos miles de millones de pesos y generó múltiples señalamientos críticos por su falta de visión, las incongruencias en la planeación, las tardanzas en la ejecución y los insatisfactorios resultados finales.
Otro tanto cabe señalar con respecto al recinto parlamentario de San Lázaro, obra suntuosa que ha devorado enormes presupuestos de mantenimiento y tendría que ser capaz de resistir, cuando menos, una lluvia intensa.
Si esas situaciones ocurren en la concentración urbana más extensa y poblada del país, asiento de los poderes federales y generadora del principal filón del producto interno bruto nacional, no es de extrañar –aunque sí de indignar– que numerosas poblaciones medianas y pequeñas sufran, año con año, los efectos devastadores, aunque perfectamente previsibles, de los fenómenos naturales.
El hecho es que la precipitación pluvial que ocurrió en días pasados ha dejado al descubierto la vulnerabilidad y la fragilidad de la urbe que forman la ciudad de México y los municipios conurbados del estado de México.
En rigor, el desastre del momento no es resultado de la lluvia, sino de la imprevisión, de la falta de planificación, de los persistentes subejercicios presupuestales, de un contratismo marcado por las sospechas de corrupción, y de conflictos políticos que parecen estarse dirimiendo a costillas de la población, de su bienestar y su seguridad.