espués de la desaparición, hace un año, de la gatita que llamé Isis, por su aspecto de esfinge egipcia, me negué a poner atención en otros gatos del edificio que se pasean en el jardín. Isis se había impuesto como una reina en casa: llegaba por la ventana después de trepar una rama que da a la terraza. Ella era la única de los seis felinos capaz de subir y bajar por ese tronco. Uno de los aristógatos que vivía en el departamento de abajo logró subir a la terraza, pero no supo cómo bajar. La aventura fue dolorosa para el gato de angora, el cual se puso a maullar temprano al amanecer. Su dueño, más discreto que su gato, en vez de tocar a nuestra puerta, colocó una escalera de pie para subir a buscarlo y bajarlo, después de mil peripecias, pues su mascota se negaba a acercarse a la orilla de la terraza, sin duda sobrecogido por el vértigo que lo asaltó cuando quiso descender por la empinada rama.
Isis se instaló con nosotros durante los tres meses del verano, abandonada por su desalmada y cándida dueña, quien se fue de vacaciones sin inquietarse por su gatita, o tal vez con esa magnánima confianza de la juventud en los otros. Para mi pesar, a comienzos del otoño, la madre de la joven pasó a recoger a Isis una tarde, pues su hija se mudaba y se acordó que tenía un gato.
Isis dictaba la ley en el edificio. Sí, Isis se hacía respetar, y temer, por los demás animales del inmueble –pájaros, ratones, felinos y canes–, un gatito, más joven que ella, la seguía por todos los rincones como si ella fuese su maestra y tutora, sin miedos ni recelos. Pero el tigrito, como lo apodamos los habitantes del inmueble, no lograba trepar por la rama. Inútil tratar de dar los dos saltos de Isis: cuando no caía de golpe en la yerba, se dejaba deslizar al suelo antes de darse de nuevo un golpazo. Una tarde lo oí maullar tras nuestra puerta: Tsuno (tal es su nombre nipón, pues su dueño es un niño francojaponés, hijo de un simpático marionetista) había hallado los vasos comunicantes que son las escaleras. Paciente, espera el paso de un vecino que le abra, sube la escalera y maúlla suavemente indicándonos su presencia y pidiendo que abramos. Tsuno es un gato educado por el titiritero como un noble oriental: por más que se le ofrezca de comer, no acepta. Su Señoría sólo se alimenta en sus aposentos, después de que su dueño prueba los manjares, imagino, para asegurarse que no están envenenados. Tampoco se come los ratones que caza. Juega con ellos, les provoca un infarto, los mata de un zarpazo, los muestra como un trofeo a los gatos persas, los cuales creyeron imponer la ley después de la mudanza de los aristógatos y el rapto de Isis. Pero los persas, a pesar de su parecido con el gato de Alicia en el país de las maravillas, retardan cada perezoso movimiento de su domesticada condición.
Así, Tsuno se ha impuesto como el amo del territorio. Nos obliga de un maullido a abrir la puerta del departamento y la del ala donde moramos cada vez que el tigrito decide entrar o salir.
Tsuno es aventurero. Pasa de un edificio a otro por muros y ventanas. En una ocasión lo hallaron encerrado en un restorán al otro lado de la manzana. Ayer, cuando apenas punteaba el día y los pájaros terminaban el canto con que anuncian la luz, una fuerza apremiante me empujó, sin que pudiera controlar el impulso, a salir a la calle sin motivo. Al abrir el portón cochero, apenas tuve tiempo de atisbar a Tsuno, que pasó entre mis piernas maullando. Una vez adentro, se volvió hacia mí, regresó sobre sus pasos y vino a lamerme con su lengua rasposa.
Amigas hechizadas por los gatos, Elena Garro entre otras, me habían hablado de la comunicación de los felinos a cientos de metros de distancia. Una joven, a quien relaté la aventura, me dijo: “Mis papás siempre han tenido gatos y se comunican con ellos cuando andan de viaje y los dejan en casa. Tsuno debe haberla llamado, pues el titiritero salió de fin de semana y él sabe muy bien quién obedece al faraón”.