as enfermedades, per se, plantean preguntas interminables. Algunas personales, otras públicas. Las primeras las debe responder el individuo y su entorno inmediato. Las que atañen a la sociedad le incumben a los afectados por la patología y a los responsables de la comunidad por las posibles consecuencias –diseminación– de la enfermedad.
Buen ejemplo para comprender el ámbito global de las enfermedades es la pandemia de influenza H1N1. La inmensa mayoría de los países y de las personas entienden la necesidad de cooperar y de acatar las órdenes de los sistemas de salud de cada nación y las de la Organización Mundial de la Salud. Aunque con muchos bemoles, sobre todo de orden económico y moral, podría decirse, al hablar de epidemias, que el bien global busca el bien individual (los bemoles son groseros: las naciones ricas vacunarán y tratarán, cuando sea el caso, a la mayoría de su población, mientras que las pobres sólo dispondrán de material para la minoría).
La situación es distinta cuando una sociedad o un gobierno deciden estudiar la prevalencia de determinadas enfermedades sin el consentimiento directo de los posibles implicados. Aunque el propósito del estudio sea bueno, invadir la privacidad de las personas plantea dilemas éticos interesantes, cuyas respuestas casi nunca son sencillas. El problema puede enmarcarse en una pregunta: ¿es lícito estudiar la frecuencia de enfermedades sin la autorización de las personas, a pesar de que el propósito de la investigación sea proteger a la comunidad?
Una iniciativa reciente del gobierno de Washington sirve de ejemplo. La acción plantea diversas diatribas e invita a reflexionar sobre ética médica y bioética, disciplinas cuyas acciones competen a toda la población, y que son, sin duda, ejes fundamentales de la filosofía del siglo XXI. Las razones de la capital estadunidense son comprensibles; la forma de realizar el estudio es cuestionable.
En los últimos años, y, sobre todo en 2008, se descubrió en Washington gran incremento en los adolescentes de enfermedades de transmisión sexual (ETS), sobre todo, gonorrea y clamidia. Además, en Wahington es donde se ha reportado la mayor frecuencia del virus de inmunodeficiencia humana. La alarma y la razón del estudio, que dará inicio este año, surgieron en 2008, cuando se detectó que 13 por ciento de los estudiantes adolescentes tenían pruebas positivas para alguna de las ETS.
A raíz de ese hallazgo, el ayuntamiento decidió que todos los estudiantes mayores de 12 años deberán acudir a una plática sobre enfermedades de transmisión sexual y prácticas sexuales seguras. En Washington es legal someter a los mayores de 12 años a estudios para diagnosticar ETS sin el consentimiento de los progenitores. En esa decisión es donde emergen los dilemas éticos: ¿es válido realizar estudios y diagnosticar enfermedades sin el consentimiento de la persona y/o la autorización de los tutores?
Las enfermedades de transmisión sexual tienen dos facetas. Pueden prevenirse con medidas adecuadas –sexo seguro– y suelen responder bien al tratamiento médico en el caso de la gonorrea o de la clamidia. Cuando se trata del sida o del virus de la inmunodeficiencia humana, si se cuenta con dinero, ambos son controlables. Ese argumento avalaría la acción del ayuntamiento. El hecho de que muchos portadores sean asintomáticos o no quieran enterarse si padecen alguna ETS también es una buena medida. Por último, desde la mirada de la ética es adecuado que el enfermo esté enterado de sus males para que se responsabilice de sus parejas.
Actuar sin el consentimiento del implicado y sin la participación de los padres es el principal argumento en contra del estudio: se viola la autonomía del afectado, se obvia la presencia paterna y se corre el riesgo de estigmatizar o dañar a la persona enferma.
¿Qué sucederá, por ejemplo, si los progenitores se enteran por terceros que tienen un hijo enfermo y que éste optó por esconder la información? ¿Qué pasará si el afectado no tiene la capacidad de manejar el diagnóstico, si es señalado, o si se le culpa erróneamente de haber sido el responsable de infectar a otros compañeros o compañeras? William Lockridge, concejal de la ciudad, planteó el problema con mucha lucidez: Ahora mismo, si se practican deportes en una escuela pública, deben obtener el permiso de los padres. También si se lleva a los niños de excursión. ¿Por qué no hacerlo con esto?
En la ética médica laica, y en la bioética, donde los dogmas y las decisiones unilaterales no tienen cabida, los signos de interrogación siempre son bienvenidos. No porque escondan la imposibilidad de contestar, sino porque los temas de análisis suelen ser complejos y rodeados de muchas aristas. Casi nunca, o nunca, por fortuna, existe una sola respuesta. La ética laica predica la tolerancia. Ambas se nutren mutuamente. Fomentarlas es saludable. Pensarlas permite confrontar los vericuetos de las decisiones del ayuntamiento de Washington.