o se puede entender la estructura del sistema político mexicano si no se explica el papel, composición y relación de los tres poderes formales que integran el Estado. Hemos entrado a una nueva etapa que va del presidencialismo a la partidocracia, el régimen de los virreyes regionales y el nuevo estilo de gobernar con la mano invisible del PRI desde el Poder Legislativo.
Tras la muerte de Luis Donaldo Colosio, en 1994, sobrevino la de Francisco Ruiz Massieu, vinculando la ruptura de control en el papel del Legislativo al cambio de hombre en el Ejecutivo. Para gobernar, Ernesto Zedillo tuvo que cambiar no sólo la lista de diputados del PRI, sino también al coordinador que se esperaba. Fueron muchos los caídos en Lomas Taurinas.
El culto a la estabilidad política del régimen priísta –hoy en vías de restauración– se basaba en un Poder Ejecutivo fuerte, presidencialista, con un federalismo centralizado. En este esquema, el Legislativo y el Judicial estaban subordinados y habían fijado una división de poderes sólo para legitimar las decisiones provenientes del Ejecutivo. Bajo este sistema, tanto las Cámaras de Diputados y Senadores como la Suprema Corte de Justicia, y hasta el último de los agentes del Ministerio Público dependían de esta pirámide, encabezada por el presidente de la República. Todos los estados y los municipios del país atendían a una sola voz, y de ésa se derivaba la distribución del presupuesto, la orientación de la obra pública y el desarrollo regional. Como complemento, el sistema financiero, seguridad interna y medios de comunicación estaban sujetos también a la última palabra del Ejecutivo.
Qué tiempos aquellos, donde el autoritarismo daba certeza y dentro del PRI se resolvían todos los problemas de la nación y los conflictos entre sus sectores. La lucha de clases se desarrollaba dentro de la gran vitrina de la unidad nacional y solamente eran excluidos y marginados quienes atentaran contra ella, cuestionando el sistema corporativo. Según ese esquema, todo conflicto generaba operadores, constructores de puentes e interlocutores que gozaban de derecho de picaporte, convirtiendo toda oposición en resistencia que apoyaba.
No se está inventando nada ni diciendo cosas nuevas. Hasta mediados de los años 90, la izquierda discutía todo; por eso el valor al que se aspiraba era una izquierda con independencia para poder pensar y actuar sin subordinarse a esa gran maquinaria armadora de consensos
que se dan ya sea por la vía de la corrupción o de la represión.
Han pasado nueve años desde que el PRI perdió la Presidencia de la República y, sin embargo, los intentos por transformar aquel viejo régimen no nada más fracasaron, sino que dejaron vacíos y crearon nuevos monstruos que han servido para obstaculizar, pero que no tienen la menor posibilidad de construir una nueva mayoría que dé certeza y estabilidad al país.
La 61 Legislatura, que este primero de septiembre rendirá protesta, viene marcada por el pasado, por la suma de fracasos, ya que la integran grupos y fuerzas que en los pasados nueve años han generado una crisis política permanente y que tiraron por la borda todo intento de transición política. El resultado ha sido, más que un país en reformas, uno en descomposición que rinde culto al calendario: en 2003 era 2006 y ahora es 2012.
La única particularidad de la nueva legislatura es que por primera vez el Presidente no nada más ha perdido la mayoría relativa, sino que su partido, Acción Nacional, es una absoluta minoría en el Congreso. Para el tricolor el esquema es perfecto, pues ahora Calderón, subordinado al priísmo, tendrá que hacer las reformas más impopulares y tomar las decisiones más arbitrarias en favor de la recomposición del poder oligárquico, pero esas facturas, antes repartidas entre PRI y PAN, ahora sólo las pagará el blanquiazul desde el Ejecutivo.
Por su parte, el PRD, ahora que ya se refundó (se acabaron los conflictos luego del reparto, por lo cual no hay que esperar hasta diciembre), viene luchando incansablemente para estar a la altura del Partido del Trabajo (PT) y Convergencia, no sólo en cuanto al número de votos, sino en la práctica. La buena noticia es que no se rompe; la mala es que frente al nuevo esquema no sirve de nada, pues la tendencia es subordinarse a los juegos del PRI.
Hoy que el PAN ha entrado en una crisis profunda arrastra al bloque PRD, PT y Convergencia, damnificados igualmente por su incapacidad de proyectar con su fuerza las nuevas reglas de la gobernabilidad, y por ser coautores de la insurgencia del dinoasaurio.
Desde la 61 Legislatura se están legitimando las decisiones del país y desde ese poder se estará gobernando. La Suprema Corte de Justicia, a nueve años de la alternancia, ahora pretende competir como Poder legislativo, haciendo de sus resoluciones nuevas leyes.
La composición legislativa hace de sus coordinadores los gobernantes de facto con amplio margen de manipulación. Para el PRI, salvo sus contradicciones internas, todo es perfecto. En esta situación sólo queda confiar en Aristóteles, quien aseguró que el mal era imperfecto.
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