Hilar más fino
a primera plana del periódico El Universal del lunes pasado, con la imagen siniestra y amenazante de Carlos Salinas de Gortari saliendo de una casilla electoral, vale por cien artículos de opinión juntos.
En la mente de la clase media alta es la síntesis de la elección: el regreso del PRI, de Salinas. La impunidad, la prepotencia y la corrupción permanecerán para siempre en México. El sistema está intacto y necesita del cinismo y de la impunidad para seguir funcionando, como dijo Miguel de la Madrid.
¿Pero esta imagen refleja la realidad política del país? Tendríamos que hilar más fino o ver lo obvio. La elección no fue un plebiscito en favor de la restauración. Ochenta y cuatro por ciento del electorado no votó por el PRI; sufragó por él 16 por ciento.
La derrota del PAN pareciera contundente. Pero PRI y PAN están unidos a la oligarquía y su política no cambiará. El PRD ha sufrido una derrota. Pero el centroizquierda, única alternativa, no estuvo bien representado y no puede ser descartado en el futuro.
El resultado confirma que el sistema está dejando de funcionar. Más de la mitad de la población en edad de votar no fue a las urnas y hay fenómenos de rechazo abierto a la simulación de la partidocracia. Imaginar que la victoria del PRI de 2012 es inevitable no es un cálculo inteligente, es una visión simplista promovida por la televisión.
Dejemos atrás las elecciones. Observemos la escena política que cambia para empeorar todos los días: el poder de Calderón es cada vez menor. Por todas partes crece la inconformidad. Las revelaciones sobre las guarderías del IMSS muestran la consolidación de los intereses de una elite corrupta. Los abusos de los militares mexicanos contra la población civil desencadenan una presión del gobierno de Estados Unidos para que se investiguen desapariciones, torturas y violaciones cometidas en la lucha antidroga.
Las mentiras oficiales sobre la crisis caen por sí mismas: ayer se confirmó la pérdida de 700 mil empleos y el cálculo de que en 2010 se perderán un millón más.
Cada día un nuevo hecho portador de futuro nos obliga a cambiar nuestros pronósticos. Es ingenuo o perverso pronosticar un desenlace inevitable en cualquier sentido.