yer, mientras los mandos estadunidenses disponían los últimos detalles del retiro de las tropas invasoras de los centros urbanos iraquíes y su desplazamiento a las bases militares rurales –como parte de un proceso que concluirá a finales de 2010, según lo establecido en el Acuerdo de Estatus de Fuerzas entre ambos países (SOFA, por sus siglas en inglés)–, la explosión de un coche bomba en un mercado de la ciudad de Kirkuk, al norte de la nación árabe, mató a una treintena de personas y dejó heridas a medio centenar más, de acuerdo con informes de la policía local.
El hecho se inscribe en una cadena de atentados particularmente violentos que han tenido lugar en Irak en días recientes y que fungen como recordatorios de las consecuencias de la invasión, el arrasamiento y la ocupación del país por las tropas estadunidenses: el pasado 20 de junio, al menos 75 personas murieron y más de 200 resultaron heridas luego de un atentado con camión bomba en la localidad de Taza, cerca de Kirkuk; el miércoles pasado, el estallido de una bomba en el distrito chiíta de Ciudad Sadr mató a más de 70 personas; dos días después, un ataque con explosivos en pleno centro de Bagdad cobró la vida de una veintena de civiles, y este lunes murieron al menos diez personas tras la explosión de un vehículo en las cercanías de ciudad sunita de Mosul. Estos acontecimientos, en conjunto, confirman de manera trágica el total fracaso de los planes de la Casa Blanca y el Pentágono para pacificar
el infortunado país árabe después de la agresión bélica lanzada por George W. Bush en 2003.
Es obligado recordar que la presencia de efectivos militares estadunidenses en Irak carece de justificación alguna: es producto de una invasión fundamentada en mentiras –como la supuesta existencia de armas de destrucción masiva–, que se dio a contrapelo de la legalidad internacional y por encima del rechazo generalizado de la opinión pública mundial. La incursión militar emprendida por la Casa Blanca ha costado la vida de más de 4 mil 300 soldados estadunidenses y de centenares de miles de civiles iraquíes inocentes, ha generado pérdidas materiales incalculables y ha llevado sufrimiento, miedo y zozobra generalizados a la población iraquí.
Por añadidura, en los últimos seis años las fuerzas invasoras en nada han contribuido a mejorar la seguridad y la estabilidad internas en Irak, antes bien se han erigido en factor de descontento para la población, en multiplicador de la violencia y la inseguridad y, en suma, en un obstáculo fundamental para la paz en ese país.
Ante tales consideraciones es claro que no basta el retiro parcial de las fuerzas castrenses de Estados Unidos: en la circunstancia actual es necesario que Washington ordene la salida inmediata de sus tropas –pues no hay motivo alguno para que permanezcan año y medio más en Irak–, traslade a la Organización de Naciones Unidas (ONU) el control de las posiciones del territorio iraquí que aún domina y facilite con ello un proceso de pacificación efectivo y duradero en ese país, así como la normalización de su vida institucional.
Adicionalmente, y habida cuenta del enorme saldo de destrucción humana y material que ha sufrido Irak en el último sexenio, el gobierno estadunidense debe asumir las responsabilidades que le corresponden en tanto que potencia agresora, contribuir económicamente a la reconstrucción de Irak y promover los juicios correspondientes por los múltiples crímenes de lesa humanidad perpetrados por sus efectivos durante el tiempo que ha durado la ocupación.
En suma, la administración de Barack Obama tiene ante sí un reto mayúsculo en Irak, que ciertamente no superará con las medidas adoptadas hasta ahora: asumir explícita y plenamente la derrota bélica sufrida por su país en la nación árabe –en la que nadie ganó, cabe agregar–, reconocer las responsabilidades políticas, legales y económicas que de ello derivan, y contribuir a la desactivación de una violencia generada por el delirio belicista y colonialista de su antecesor.