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Las autoridades organizaron todo muy mal porque nos hacen dejar a los hijos en casa

Y los capitalinos antepusieron la necesidad de trabajar a cualquier miedo
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Instante captado en un antro de la colonia Condesa, en la ciudad de México, este viernes, durante la emergencia sanitariaFoto Yazmín Ortega Cortés
 
Periódico La Jornada
Sábado 25 de abril de 2009, p. 12

Ayer esta fue una ciudad sin niños ni jóvenes en las calles. O con muy pocos. Se extrañaba su bullicio en el Metro, los corre-corre para llegar a tiempo a la escuela. El ruido a la hora del recreo que se escucha en toda la cuadra. Nada. No estuvieron. Y a los que se pudo ver por ahí fue porque se lanzaron de pinta al cine o a Chapultepec o porque debieron acompañar a sus padres al trabajo.

Quizá nunca como en este viernes los chavos del Distrito Federal vieron tanta televisión. Caricaturas, era lo de menos. Muchos, extrañados pero felices por no tener clases, se instalaron frente al aparato para seguir los noticiarios. Y no pocos cayeron presas de la alarma preventiva y prudencial oficial y de súbito se transformaron en hipocondriacos y sintieron fiebre y demás signos de influenza.

Así, superadas las primeras horas de incertidumbre, incredulidad y hasta parálisis, los capitalinos –adaptados y sobrevivientes de mil y una vicisitudes y penurias cotidianas– retomaron el paso. Aunque hubo también aquellos que llegaron a los planteles y al encontrarlos cerrados entraron en otro tipo de pánico ¿Y ahora qué hacemos?

Y optaron entre dos caminos: salieron con todo y chamaco(s) o de plano se quedaron en casa, calculando, resignados, el descuento salarial que inevitablemente les llegará en la quincena.

Pocos acataron la recomendación de protegerse con cubrebocas. Pero en lo de evitar los lugares cerrados y concurridos, ni hablar.

Las autoridades sanitarias dieron el remedio pero no el trapito. ¿O cómo se le hace para viajar en Metro a las horas pico sin entrar en contacto, roce, apretujón, empellón y apachurrones con cientos, miles de personas? ¿Es posible, por ejemplo, acudir a una audiencia en la Junta Local de Conciliación y Arbitraje evadiendo la romería y la aglomeración? ¿Y en el centro, en las tiendas de ropa que venden al mayoreo para aquellos que revenden en abonos? ¿O en las departamentales, como aquella que siguió adelante con su venta nocturna? ¿O los cines? Difícil.

Descreídos de la información oficial pero dispuestos a prestar oído a cualquier rumor, conseja callejera, comentario al aire o literal chisme sobre el origen de un padecimiento del que con sólo estornudar cualquiera se vuelve potencial portador, los capitalinos antepusieron la llana necesidad de trabajar a cualquier miedo.

Con las variantes obligadas, proliferaron historias como la de una mujer que en la glorieta de Insurgentes, narró: “Yo vivo en Valle de Aragón. Me levanto a las 5:30 de la mañana para bañarme y estar lista para dejar a mi hija en la escuela antes de venirme a trabajar a la Corett (Comisión para la Regularización de la Tenencia de la Tierra) que se encuentra en Londres 80. Por supuesto que con esas ‘carreras’, ¿a qué horas oigo noticias? Si no ha sido por mi compañera que me habló anoche ¡ni me entero!

Entonces, hoy tuve que dejarla sola. Y aunque ya tiene 12 años, pues me vine preocupada. En la oficina, unas tres o cuatro mujeres llegaron con sus hijos. A ellas las dejaron salir al mediodía. A las demás, sólo hasta las 2 de la tarde nos dieron cubrebocas y un trapito para limpiar los teléfonos y el teclado de las computadoras. Nos dijeron que cerráramos el área donde calentamos nuestra comida, quién sabe por qué. Las autoridades organizaron todo muy mal porque nos hacen dejar a los hijos en casa, pero nosotros tenemos que venir al trabajo. Además, algunos se pusieron a buscar información sobre la influenza en Internet y ya surgió el pánico.

Y sí, porque en eso de fantasear, ayer se hablaba hasta de guerra bacteriológica. O que además de no comer cerdo (¡!) tampoco pollo ni pescado. De todo se oía, aunque de vez en cuando algún trabajador del sector salud, como ese enfermero que en el Metro Pino Suárez trataba de poner las cosas en perspectiva, si bien lamentaba –como muchos más– la mala estrategia de comunicación seguida en este caso.

En otro rumbo de la capital, el taxista Daniel Ángel Amezcua salió campechanamente a pasear con sus hijos y su esposa. Escéptico, de entrada decía: Creo que todo es una falsa alarma. Porque a él, lo que verdaderamente le preocupaba era saber si hoy sábado estaría cerrado el antiguo balneario Olímpico, para acudir con su prole a la reunión anual de la familia con sus 10 hermanos y sus respectivos hijos.

Empero, después apuntaba condescendiente: Bueno, también entiendo a las autoridades, no se pueden exponer a que ese peligro sea de a deveras. ¡Porque mientras son peras o manzanas...!, más vale.