os comicios de julio próximo ocurrirán en un momento de podredumbre y descrédito sin precedentes en la historia de las instituciones electorales.
En los tres años transcurridos desde el fraude perpetrado en 2006 por la oligarquía gobernante, el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, lejos de experimentar una renovación, han seguido hundiéndose en el desprestigio de manera sistemática, y hasta pareciera que deliberada; el primero se ha convertido en una suerte de exonerador de las subversiones de los concesionarios privados de los medios electrónicos y el segundo va de escándalo en escándalo con manifiesta sumisión a los grupos de interés, y los cuerpos colegiados que controlan ambas instituciones no dan muestras de más propósito en la vida que mantener o ensanchar, si se puede, las remuneraciones obscenas y las condiciones principescas de sus integrantes.
Los partidos han logrado concitar contra sí mismos el escepticismo –incluso se podría decir: el asco– de la ciudadanía. No tiene ni caso hablar del PRI, del Verde o del Panal, pero es una tragedia que las dos formaciones que hace una década eran depositarias de la esperanza colectiva de democratización, el PAN y el PRD, hayan llegado a simas de descomposición como las que hoy debemos presenciar: el primero, convertido en mero instrumento de Los Pinos, el segundo, secuestrado por su propia burocracia, y ambos, enfrascados en la realización de elecciones internas fraudulentas y orientadas, en un caso, a imponer favores y venganzas presidenciales, y en el otro, a reservar cotos de poder para tendencias que pasaron a ser tribus y que hoy podrían llamarse más bien mafias.
Todo indica que, a las distorsiones de los procesos electorales inducidas por la radio y la televisión comerciales, con su danza de millones por transmisión de propaganda partidista, se ha sumado, como un poder fáctico más, el narcotráfico. Si, por tradición, los abarroteros menudistas de cualquier pueblo son capaces de poner o quitar presidentes municipales, es difícil creer que un negocio que genera decenas de miles de millones de dólares de utilidades anuales se mantenga al margen de los palomeos de candidatos y de los apoyos que éstos requieren para darse a conocer y, llegado el caso, para comprar voluntades mayoritarias.
En medio de este desastre, el ejercicio de la responsabilidad ciudadana de ejercer el voto resulta más arduo que nunca. Se tiene que buscar con pinzas, y tapándose la nariz, a los candidatos merecedores del sufragio; para ir a las urnas hay que vencer variadas incertidumbres: si se intentará esta vez –como ocurrió en la pasada– la adulteración masiva, federal, de resultados; si únicamente se recurrirá a mapacherías locales; si ya se ha amarrado el voto con entrega de despensas o condicionamiento de obras o la promesa de inclusión en programas asistenciales; si ya ha hecho su efecto la propaganda sucia; si las corporaciones sindicales volverán a ser puestas al servicio del mejor postor.
Y pese a todo, habrá que votar, cuidar las casillas, contar y recontar las boletas, consultar y aprenderse pasajes enteros del código electoral, defender los resultados reales con los recursos lícitos que se tenga a mano. Porque si la aplicación de mecanismos fraudulentos se traduce en la confiscación del sufragio por una elección determinada, el desánimo que lleva a la renuncia a votar constituye la destrucción definitiva de la voluntad ciudadana y el triunfo perdurable de la oligarquía político-económica que hoy detenta el control de las instituciones fundamentales de la República.
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