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VIAJE AL CENTRO DE LA POESÍA
ROGELIO GUEDEA
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El forastero en la tierra,
Marco Antonio Campos,
El Tucán de Virginia,
México, 2007.
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El forastero en la tierra (El Tucán de Virginia, 2007) reúne
los poemas que Marco Antonio Campos escribió entre 1970
y 2004. Título por demás emblemático para la poesía de
Campos, El forastero en la tierra es, en primer término, un
libro genuino dentro de la tradición poética mexicana. Y es
genuino no sólo en el sentido de “auténtico”, sino, principalmente,
porque hace evolucionar el habla poética de
nuestra tradición lírica. Asimismo, y he aquí la parte más
encomiable de la propuesta estética de Campos, al tiempo
que revitaliza el decir poético de su tradición (y no es necesario
remitirse a un término como “experimentación”, sino
a uno aún más exacto: sinceridad) también se retrata a sí
mismo de cuerpo entero. “ Yo soy Marco Antonio, hijo de
Ricardo y Raquel, y nací en Ciudad de México una noche
del bárbaro febrero, con la vista en el mayo abrasador y en
las montañas del sur. Y aposté por la poesía y el ángel.”
Asiduo al ensayo, la traducción, la narrativa, el aforismo,
Marco Antonio Campos es, ante todo, un poeta y un romántico.
Pero es un romántico en dos tiempos. Si el símil fuera
nuestro romanticismo mexicano, Campos podría ser fácilmente
un Altamirano o un Riva Palacio, sin dejar de ser un
Acuña o un Juan de Dios Peza. Llevaría sin duda el magisterio
de la acción durante el día para luego recluirse, al caer
la noche, a escribir el poema de la pérdida y la desesperanza:
“Qué será de mí sin la memoria, sin la acción”, repetiría. De
las vanguardias poéticas (especialmente de Neruda y Vallejo,
de Sabines y de un poeta injustamente olvidado, León
Felipe), la poesía de Campos retoma la vertiente romántica
que sobreviviría (por fortuna) al modernismo: nostalgia,
narratividad, oralidad, amor, mujer e, incluso, ironía.
Pero hay tres elementos que son cardinales en su obra: la
mujer, el viaje y la añoranza, que harán de Campos, siempre,
un enamorado incorregible, un forastero sempiterno y un
sutil retratista. Aunque me gusta más en su papel de pintor
de caballete (poemas breves, agudos, lapidarios y aderezados
de ironía, como en “Se escribe”, “Los poetas modernos”,
“Epitafio” o “Los Elegidos”) generalmente sus grandes frescos
(poemas de gran extensión y aliento con momentos
de gran intensidad lírica, como el pasaje del “Responso del
Hotel Richelieu”, en evocación de César Vallejo, o de “Parc
Lafontaine”, que incluye un bellísimo pasaje sobre su
madre) dan noticia de un hombre que se ha propuesto (tal
vez inconscientemente) contarse y contarnos su tiempo,
describirnos los vértigos de “su sueño y su caída”: “¿Cómo
explicar que de súbito, a la hora/ de escribir, o al caminar
un parque, o al/ doblar una esquina del barrio en que vivimos,/
o al mirar un escaparate en un centro comercial,/ o al
comentar un filme en un café vacío,/ la respiración se acorta,
un dolor/ inmediato paraliza, penetra luego/ como límpido
estilete, nos deja luego/ como trapo en el suelo o en
el rincón?”
Y es que Marco Antonio Campos es versado en el monólogo
y la conversación, es un viajero solitario y melancólico,
pero también un excelente tertuliano que, algunas veces,
abandona la taberna de un portazo. Poesía de una introspección
expansiva, su articulación más refinada tiene como
diapasón el diálogo y la confidencia. Con un oído exacto
y un agudo conocimiento del verso clásico, el intimista
Campos entrega no sólo poemas vehementes como estampidos
para los sentidos, sino también poemas juiciosos que
son minas de referencias culturales y extraliterarias para el
cazador perspicaz. Endecasílabos como: “a qué la eternidad
si Dios no somos” o “qué ruina mi lenguaje que era un
árbol” atraviesan y cercan su obra, entremetiéndose en
poemas cortos o largos, enclavados en caireles que permiten
a su fraseo persistir en musicalidad, en ritmo, en gracia. Tal
como en: “Señor:/ Déjame lejos de sus manos,/ de la sombra
voraz de su ternura./ No permitas que vuelva al mismo
sueño./ Pero, Señor –no lo olvides–/ haz que se arrepienta
de no haberme amado.” O en “Hombre”, esbozado con
ingenio e ironía: “!Leí a Sófocles por cincuenta pesos./
A Tomás Moro por cien./ Un anónimo romance/ por
dos libros (en abonos)!/ Seré como poeta un muerto de
hambre./ También como escritor./ ‘Un día –él me lo dijo–/
seré el mejor de todos.’”
Sin embargo, Campos no es un poeta obsesionado con
el lenguaje. No lo es de pirotecnias lingüísticas ni malabares
prosódicos. En su poesía el fondo –la vida o el vivir,
los viajes, las mujeres, el paisaje citadino, los libros– son la
forma y, desde adentro, estos elementos (temáticos, estilísticos)
modulan y dotan de sentido a su expresión. Poeta
melancólico (o, para ser más precisos, de la memoria),
Campos no podría hacer del poema un claustro o una celda, porque la esencia de su “mensaje” es comunicar, compartir,
socializar. Esto es: su esencia es vivir. La poesía de Campos
es, ciertamente, un gran Diario en el que el poeta va dejando
testimonio de su tiempo: “Hoy que doy vuelta a la página
del Diario. . .” Y he aquí la congruencia estética de su
obra, hecha sin remilgos para, sobre todo, la Emoción. No
hay contradicción entre el hombre que habita el poema y la
turbación lírica que trastorna al que lo escribe. En Campos,
pues, la vida es un viaje al centro de la poesía y, la poesía, un
viaje al centro de la vida. Poesía y vida: caras de una misma
moneda. Por ello, después de leer la obra poética de Marco
Antonio Campos, yo, invariable, le diría: sí, siempre valdrá
la pena abandonar la apuesta de la acción para entregarle la
vida a la inutilidad de la poesía
Del lector
Este domingo, apareció un artículo en La Jornada Semanal sobre el Museo Nacional de Antropología, donde éste es sometido a “revisión” de manera frívola, desinformada y dolosa. Hay imprecisiones desde el título, pues alude a un inexistente Museo Nacional de Antropología e Historia, ignorando que el de Antropología y el de Historia son dos repositorios diferentes.
Se expresa una opinión adversa a la misión, la estética y los contenidos de nuestro mayor museo nacional. Admitiendo que la crítica es deseable, sólo tiene sentido si goza de honestidad y confiabilidad. No es éste el caso, pues aparece que el Museo Nacional requirió para su fundación de la “autorización” de viajeros extranjeros. Esto es falso, incluso en sentido figurado. Tampoco es cierto que se retrate a los indígenas actuales mediante su pobreza, ni que se busque demostrar el “éxito de la evangelización y la castellanización”. Los montajes no omiten el sincretismo ni mantienen separaciones artificiosas entre la religiosidad y otros aspectos sociales, como ahí se señala.
Hay ignorancia con relación a que el MNA y, particularmente, la sección Etnografía, se reestructuraron hace pocos años y que ahora las salas despliegan una propuesta museística que sitúa a las culturas como totalidades articuladas. Baste admirar las soberbias salas dedicadas al Noroeste y al Gran Nayar, donde se destaca el papel integrador de la cosmovisión y la mitología para las culturas de esas regiones.
Entiendo que el contenido de este texto no obedece a la línea editorial del diario, pero expreso mi molestia ante una conclusión irresponsable como que el MNA “resulta ampliamente desaconsejable para los escolares”. La tesis es absurda y sólo contribuye a abonar las posturas que desdeñan explícitamente el papel del Estado como garante del patrimonio cultural.
Julieta Valle Esquivel
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