Ser cristiano
o es fácil amar a Dios en tierra de indios, ni confesarse cristiano en grupos progresistas. En algunos grupos es hasta vergonzoso y puede arruinar un destino prometedor y esto está muy mal porque en una época tan turbulenta, donde los efectos acumulados de la codicia golpearán a todos, valdría la pena mirar hacia la última utopía que aún nos queda. Deberíamos conservar y revivir el cristianismo.
Jesús definió la quinta esencia de su doctrina al decir que había venido a anunciar la buena nueva a los pobres, la liberación de los cautivos y de los oprimidos (Luc.4:16); casi todo lo demás que dijo o hizo son variaciones sobre este mismo tema y su proclamación fundamental: la fraternidad universal.
Estas palabras deberían estar en el muro principal de todos los templos cristianos que constituyen el legado y la responsabilidad de quienes nos reconocemos como tales.
Con este punto como referencia no es difícil sostener que el dinero y el mercado están al servicio del hombre y no a la inversa, y que la desigualdad demasiado grande debe ser enérgicamente condenada. De estas dos prioridades se desprenden los pilares centrales del pensamiento social cristiano.
Cada vez que el mundo entra en crisis, y lo hace con frecuencia alarmante, se debe a la violación de estos principios y las teorías que sirven para rectificar provienen en forma conciente o inconciente de la fuente judeo-cristiana, como lo señala Eric From.
En México los cristianos progresistas no sólo son vistos como sospechosos, por ser creyentes, por lo que quieren un cambio sino también por aquellos cristianos que no quieren cambios.
Aquí la Iglesia católica, con luminosas excepciones, ha preferido asociarse con el inmovilismo. No movió un dedo para promover la democracia y hoy apoya con hipocresía al partido más descaradamente retrógrado.
La pasada Navidad un grupo importante de políticos católicos franceses convocó a una alianza con los que no comparten su fe a reactualizar el sentido que damos a la economía y a escoger el camino de la solidaridad. Valdría la pena que en nuestra sociedad atribulada hiciéramos lo mismo.