e acuerdo con informes de la Secretaría de la Defensa Nacional, a poco más de dos años de que se inició la llamada guerra contra el narcotráfico
del gobierno de Felipe Calderón, han muerto 610 niños –la mayoría de los cuales habían sido reclutados como sicarios por las organizaciones criminales– y alrededor de 3 mil 700 han quedado en la orfandad tras la ejecución de sus familiares.
Los datos que se comentan son el reflejo más devastador de cuantos ha producido hasta ahora la violencia emanada de las pugnas entre los cárteles de la droga y de las confrontaciones entre éstas y las fuerzas del Estado en el contexto de la cruzada antinarco emprendida por el calderonismo. De inicios de 2007 –cuando comenzaron los despliegues de efectivos militares en distintos puntos del territorio nacional– a la fecha, la sociedad ha sido testigo no sólo del fracaso de la política vigente de seguridad pública –que no ha logrado contener a los grupos de delincuentes–, sino también de una escalada en las manifestaciones de barbarie a niveles inusitados. Por añadidura, las cifras mencionadas dan cuenta del severo deterioro que ha alcanzado en los últimos dos años la situación de la población infantil en el país: ahora los niños no sólo padecen la explotación, el maltrato, el abuso sexual y sicológico, el hambre, la pobreza y la marginación, la falta de salud y de educación, sino que también enfrentan el riesgo de ser cooptados por el narco y el peligro de morir en acciones violentas, a manos de sicarios o soldados, o bien en el fuego cruzado entre uno y otro bandos.
Desde luego, las bandas de criminales exhiben una total falta de escrúpulos y de moral al aprovecharse de la situación personal y familiar de cientos de menores para incorporarlos a sus filas de manera cada vez más recurrente. Pero la creciente participación de niños en actividades delictivas constituye, al igual que muchos otros fenómenos sociales, la expresión epidérmica de una problemática con raíces profundas y complejas, que pasan por la ruptura del tejido social, la ausencia de oportunidades que enfrentan cientos de miles de menores y sus familias en el país y la falta de voluntad o de capacidad del Estado por remediar estas deficiencias.
Si bien es cierto que la delincuencia es de suyo condenable, también es un hecho que el deterioro social generado por el actual modelo económico ha orillado a cientos de menores a situaciones en que la incorporación a un grupo criminal constituye la única opción de supervivencia. Ante tal consideración, cabría esperar que las autoridades se preguntaran –cuando menos– si el rumbo que han elegido hasta ahora es el adecuado, o si acaso tendrían que reorientar sus esfuerzos al mejoramiento y ampliación de los ciclos de educación básica y de los servicios de salud, al combate a las adicciones y a la violencia familiar, a la corrección de los desequilibrios y los rezagos sociales provocados por la política económica vigente, entre otros elementos que alimentan el caldo de cultivo del que se nutren los grupos de delincuentes.
Durante los últimos 28 meses, la violencia ha perturbado muchos ámbitos de la vida de nuestro país, al grado de que hoy resulta impostergable un viraje en la estrategia de seguridad. Es necesario que el gobierno entienda que para combatir a la delincuencia se requiere encarar primero los factores sociales, económicos e institucionales que le dan origen. En la medida en que esto no ocurra, muy difícilmente se podrá evitar que más niños mueran en el futuro como consecuencia de la violencia. El gobierno de Felipe Calderón tiene la palabra.