El de San Lorenzo Tezonco, en Iztapalapa, un vía crucis fuera de todo sagrado guión
Desde hace unos 50 años, se conmemora la crucifixión en este lado de la demarcación
Sábado 11 de abril de 2009, p. 3
Órale, que ya se le rompió el tobillo al Cristo
, fue la escueta orden que un policía de a pie le dio a un par de paramédicos que, enseguida y a paso no tan veloz, se dieron a la tarea de cumplir con su deber, fuera de todo sagrado guión.
Eran casi las 14 horas de la calurosa tarde del Viernes Santo, en la esquina de la avenida Tláhuac y el callejón de San Lorenzo, en Iztapalapa, cuando por el walkie-talkie del guardián del orden se escuchó el mensaje que daba cuenta de la lesión del principal actor de la representación, que los vecinos, del que todavía llaman el pueblo de San Lorenzo Tezonco, efectúan desde hace unos 50 años, como da cuenta más tarde otro Jesús, pero éste Morales, quien antes sólo había participado como mirón, pero ahora era parte de la logística de esta conmemoración, a la cual nunca había acudido ningún representante de los medios de comunicación.
Colonos y curiosos, ajenos al percance que, pudo comprobarse después, resultó menor, ya se alineaban del lado sombreado de la calle; ancianos e infantes tomaban lugar al borde de la banqueta, armados con una fresca paleta o con su bolsa de plástico rebozante de fruta, ambos bienes conseguidos de entre el enjambre de vendedores o bien junto a la improvisada tienda, en la boca de un zaguán, junto al salón de belleza que marca una oferta de planchado de cejas gratuito al pago de 15 pesos por una depilación.
El redoble de un destemplado tambor en la pequeña explanada de la parroquia de San Lorenzo, quien –según se sabe– fue diácono y mártir, anuncia que el juicio al Rey de los Judíos está por comenzar.
Pilatos, Caifás y el resto del elenco asumen sus puestos en el improvisado templete, mero enfrente de lo que bien puede ser la competencia, a juzgar por las cifras que citan la pérdida de la feligresía católica, la Iglesia Nacional Presbiteriana El divino Salvador.
Sergio Corona López, quien monta a Relámpago, inquieto tordillo, obviamente acalorado, tiene un lugar de privilegio para observar la escena. Poco después, otros jinetes, éstos sí parte del cuadro actoral, van en la vanguardia durante el corto trayecto de cuatro cuadras que separa el templo de cantera del Panteón Civil, al pie del cerro del Mocajete y a un lado de las minimalistas instalaciones de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, lugar elegido para la crucifixión, en un leve promontorio en torno al cual se arremolinan varios cientos de dolientes que, faltaba más, también sacan raja de lo ocurrido en el minimontecito del Calvario, y a 10 pesos dan el litro de tepache, introducido quién sabe por qué artes al antes inmenso camposanto que cedió espacio para funciones más vitales, como la construcción de un par de centros educativos –pues también hay un plantel del Instituto de Educación Media Superior del Distrito Federal– o la atención a la salud, en el flamante hospital de especialidades Dr. Belisario Domínguez, asimismo del gobierno capitalino.
Ya rayan las cuatro de la tarde y Ricardo Rojas, panadero que hace de Cristo por segundo año consecutivo, llega al pináculo exhausto con su pesada carga de madera y aguantando los azotes de los cinturones de algodón, pero forrados de vinil, cuando escucha palabras que lo consuelan, que uno de los presentes lanza a un fariseo: “¡Ya, cabrón!, no seas manchado, que te toque a ti el año que entra y vas a ver cómo te va a ir, ojete”.