l 25 Festival de México en el Centro Histórico trajo algunos montajes muy interesantes. Me ocuparé de dos, el uno porque es de autor y director mexicano y el otro porque hace temporada en cartelera una vez terminado el Festival. El gallo, ópera para actores de Claudio Valdés Kuri como dramaturgo y director, mantiene la denominación del grupo Teatro de Ciertos Habitantes al que esta vez se agrega el nombre de Paul Barker como autor de la composición musical aunque en realidad se trata de un verdadero coautor. Mi falta de conocimientos musicales me impide referirme a la composición de Barker –que tuvo dos cuartetos en escena– así la haya disfrutado enormemente, y sólo hablaré desde el punto de vista teatral para encarecer la solidez y la chispa cómica de estos actores que son cantantes y bailarines, o viceversa, de estos cantantes que son actores y bailarines (Itzia Zerón, Irene Akiko Lida, Fabrina Melón, Edwin Calderón, Kaveh Parmas y Ernesto Gómez Santana). La ópera muestra tres momentos importantes sin diálogos sólo con expresión corporal y en cuanto a lo cantado, en una especie de grammmelot de Darío Fo, es decir, en un lenguaje inventado que suena
como legítimo. La primera parte, divertidísima y que transcurre tras la muestra de piernas y pies de los cantantes en una especie de preludio, consiste en las audiciones que el director hace a los respectivos cantantes que muestran todos los celos y las pugnas que se acrecientan en la parte de los ensayos, delirante y casi grotesca, para terminar con lo que sería la representación formal, con los músicos –que estuvieron a los lados del escenario– ya en lo que vendría a ser el foso de la orquesta con el director enfrente y los cantantes en proscenio con el telón cerrado que no deponen su actitud competitiva tan característica en todas las profesiones del mundo contemporáneo.
El colectivo Teatro Línea de Sombra que dirigen Jorge A. Vargas y Alicia Laguna, en fructífero intercambio, acogió la exitosa obra Mujeres que soñaron caballos del argentino Daniel Veronese que vino a nuestro país a dirigir la versión mexicana. En el mismo cerradísimo espacio en que le vimos su adaptación del Tío Vania de Chéjov (que empieza en donde termina la obra que nos ocupa), Veronese logra que la violencia, verbal primero y luego física, a la que todos parecemos expuestos, se concentre en estos tres hermanos y sus respectivas esposas que llegan a una comida, para atender un negocio, que nunca se concreta. El autor afirma, en alguna entrevista, que la noticia de animales –él supuso que caballos– que se suicidaron arrojándose al vacío le recordó esa violencia que está en el aire
en los periodos negros de la dictadura en Argentina, cuando desapareció tanta gente
. Pero hay más, porque para el dramaturgo y director –y probablemente para muchos de nosotros– hay un nuevo tipo de violencia, en nuestro país la que ejerce el narco y la represión del gobierno, pero también la que ejercemos unos contra otros y que en esos actos al parecer tan lejanos a nuestra experiencia, encuentra su más brutal expresión.
Un realismo que impide cambios de luz o música incidental y que logra la simultaneidad de acciones en sus actores comprimidos en un cuarto de cinco por cinco en que apenas caben, cuando la familia discute y pelea ante la silenciosa mirada de la más joven, Lucera, cuyos pensamientos y motivos quedan en el misterio a diferencia de los de los otros personajes y que la llevan al extremo (la clase de víctimas que resisten cuanto pueden pero devuelven la violencia
). El reparto mexicano está integrado por Rosa María Bianchi como Bettina, Arturo Ríos como Iván, Sophie Alexander Katz como Ulrika, Antonio Vega como Roger, Arturo Barba como Rainer, Ana Zavala como Lucera y todos, desde los experimentadísimos Rosa María Bianchi y Arturo Ríos hasta la muy joven Ana Zavala logran una gran homogeneidad y un ritmo que tiene creciente furia hasta llegar al ataque cuerpo a cuerpo y bajas en que parece recuperarse la calma hasta un final sorpresivo.