Jesús no murió por mí
ace poco menos de dos mil años, un hombre desconoció a las autoridades religiosas de Jerusalén y se proclamó hijo de Dios y rey espiritual de los judíos, quienes entonces se encontraban bajo el poder de la Roma imperial. El revoltoso provocó la animadversión del Sanedrín y del cónsul romano, fue condenado a morir en la cruz y desde entonces se discute con pasión en cuál de las partes recae la responsabilidad por su muerte: si en el cónclave religioso hebreo o si en la autoridad secular colonial o si en ambas. Muchas centurias después, la cristiandad, ya para entonces asentada en Roma, echó la culpa a los judíos y con ello se hizo de una coartada malévola para perseguir a los inciertos descendientes (genéticos o espirituales) de aquellos hebreos antiguos y hacerles salvajadas semejantes a una crucifixión, como quemarlos vivos. Las prédicas del mártir, recogidas con fidelidad inverificable por discípulos y seguidores suyos, afirmaban que la aceptación del castigo letal por parte de Jesús formaba parte de un designio divino para salvar a la humanidad de su propia maldad y que quienes lo clavaron en un madero para que muriera no sólo habían matado a un hombre sino que habían cometido deicidio.
Cada cual tiene derecho a creer o a no creer esto último. Por lo que respecta al asesinato del hombre, pudo ser más o menos así: antes de la ejecución, se descubría la espalda de la víctima, se la sujetaba a un pilar poco elevado, con la espalda encorvada, y se le flagelaba con un fuete provisto de correas de cuero a las que se ataban pequeñas bolas de hierro o trozos de hueso. Se desgarraba así la piel e incluso el tejido subcutáneo, de modo que, cuando los soldados azotaban con fuerza, arrancaban tiras de carne desgarrada y provocaban una pérdida importante de líquidos (y un dolor muy intenso) en el organismo del torturado. En el caso de Jesús, tras ser azotado se le escarneció colocándole una corona de espinas alrededor del cráneo, un viejo manto púrpura sobre los hombros y una caña, a modo de cetro, en la mano derecha. Se le obligó a ascender, cargando la pesada cruz, o cuando menos el travesaño horizontal o patíbulo (que pudo haber pesado 40 kilos, o más) por una pendiente de 600 metros.
La crucifixión de los dos ladrones fue dura, eficaz, cargada de luchas y de insultos. Cuando llegan a Jesús, los soldados ven con sorpresa que no se defiende. Intentan sujetarle, pero no ofrece resistencia. Se tiende en el madero y extiende sus brazos [...] Cuando el primer clavo atraviesa la mano derecha en el lugar preparado en el madero todo el cuerpo se retuerce, y Jesús contiene con dificultad un lamento que sale de su cuerpo atormentado. Después estiran la mano izquierda para que coincida en el agujero del otro lado, y se repite el fuerte martilleo que taladra el cuerpo y el alma de Jesús. Cruzan los pies apoyándose en las rodillas y los atraviesan de un golpe certero. Todo el cuerpo se arquea [...] Golpean más, y fijan bien los pies a la cruz. Por fin, lo levantan con gran esfuerzo y el cuerpo queda sujeto por aquellos tres clavos; toda la respiración se hace difícil y asfixiante. La sangre mana de las tres heridas hasta el suelo. Cada respiración, cada palabra, intensifica el dolor. Los músculos se contraen. La mente se nubla por la falta de aire. El calor del mediodía se ceba en los crucificados y las moscas acuden a la sangre sin que nadie pueda apartarlas.
El efecto principal de la crucifixión, aparte del tremendo dolor que presentaba en sus brazos y piernas, era la marcada interferencia con la respiración normal, particularmente en la exhalación. El peso del cuerpo jalado hacia abajo, con los brazos y hombros extendidos, tendían a fijar los músculos intercostales a un estado de inhalación y por consiguiente afectando la exhalación pasiva. De esta manera la exhalación era primeramente diafragmática y la respiración muy leve. Esta forma de respiración no era suficiente y pronto produciría retención de CO2 (hipercapnia). Para poder respirar y ganar aire, Jesús tenia que apoyarse en sus pies, tratar de flexionar sus brazos y después dejarse desplomar para que la exhalación se produjera. Pero al dejarse desplomar le producía igualmente una serie de dolores en todo su cuerpo. El desarrollo de calambres musculares o contracturas tetánicas debido a la fatiga y la hipercapnia afectaron aún más la respiración. Una exhalación adecuada requería que se incorporara el cuerpo empujándolo hacia arriba con los pies y flexionando los codos. Esta maniobra colocaría el peso total del cuerpo en los tarsales y causaría gran sufrimiento. Más aun, la flexión de los codos causaría rotación en las muñecas en torno a los clavos de hierro y provocaría enorme dolor a través de los nervios lacerados. El levantar el cuerpo rasparía dolorosamente la espalda. Como resultado de eso cada esfuerzo de respiración se volvería agonizante y fatigoso, llevaría a la asfixia y finalmente al fallecimiento.
Para cuando un centurión le clavó una lanza en el costado, se supone que Jesús ya estaba muerto.
El espantoso sacrificio del Nazareno, que según una página católica es el acto más sagrado de la historia de los hombres
, resultó, en todo caso, en el acontecimiento fundacional de una secta que, en sus primeros tiempos, exaltaba el martirio personal como tributo a la memoria y a la prédica amorosa de su fundador y que, con el paso de los siglos, tras cuajar en varias religiones de Estado, no sólo preconizó la generosidad y la concordia, sino también la persecución, el odio y el asesinato de todos los que pensaran diferente. Roma quemó herejes y degolló protestantes, las iglesias ortodoxas orientales promovieron el linchamiento de judíos, los puritanos ingleses de ambos lados del Atlántico y los reformadores alemanes y franceses (honor a Anton Praetorius, que se opuso) torturaron y quemaron a supuestas brujas en hogueras alimentadas por los alegatos de Lutero y de Calvino.
Jesús fue asesinado porque no quiso abjurar de cosas en las que creía. Sus seguidores pasados y presentes dicen --muy su derecho-- que el propósito de su martirio fue salvar a la humanidad de sus pecados y que todos debemos cargar con la culpa de esa crucifixión. En lo personal, encuentro indignante y lamentable que lo hayan ajusticiado de manera tan cruel e injusta como a Cuauhtémoc, Giordano Bruno, Manuel Tot, Bartolina Sisa, Miguel Hidalgo, Bartolomeo Vanzetti, y a muchos otros millones de víctimas de la intolerancia, la mala fe y la estupidez humanas. Fuera de eso, ustedes disculpen, yo no soy producto de ningún pecado original, Jesús no me ha salvado de nada y no tengo la menor responsabilidad por su muerte ni culpa alguna que expiar en estos días.
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Los links de lo anterior, en el blog, y la semana entrante me tomo un descanso. Por cierto: al persignado ultramontano José Luis Luege Tamargo, quien se siente dueño de la Comisión Nacional del Agua, se le ha metido entre ceja y ceja perjudicar política y electoralmente al gobierno del Distrito Federal, y para ello ha recurrido a un procedimiento eficaz o no, pero nada cristiano: dejar sin agua a los capitalinos justo en los días más calurosos del año. Tal vez, en algún momento de esta semana santa, en un confesionario defeño se escuche algo así: Confiésome, padre, de ser un perfecto canalla
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