ras arduas discusiones, y luego de superar los obstáculos introducidos por legisladores de Acción Nacional, el conjunto de reformas legales orientadas a fijar un tope a los salarios de los servidores públicos parece encaminarse a su aprobación. De lograrse, será un primer paso para resolver un problema económico, un conflicto ético, un desgaste político y un desorden administrativo que distorsionan el funcionamiento de la administración pública en todos sus ámbitos y niveles: la inmoralidad que supone el otorgamiento de sueldos principescos a los altos funcionarios de un país en el que proliferan la miseria y aun el hambre, el enorme dispendio de recursos nacionales en percepciones desmesuradas, el repudio popular que genera el lujoso tren de vida de la clase política en general y el caos escalafonario que impera en las dependencias gubernamentales federales, estatales y municipales.
La reforma constitucional y legal sentará, de ser aprobada, un precedente importante en un ámbito del quehacer público sobre el cual prácticamente no existe una legislación coherente y en el que proliferan la discrecionalidad, el abuso y el pillaje reglamentado. En efecto, tras décadas de presidencias priístas en las que las retribuciones a los servidores públicos se manejaban en la más completa opacidad, a partir de la década pasada se dio paso a una transparencia
en la que bastaba publicar las percepciones de los altos funcionarios para dotarlos de legalidad, por más que los salarios y las prestaciones del titular del Ejecutivo y de su gabinete, de los gobernadores y de sus subordinados inmediatos, de presidentes municipales, de la jerarquía judicial, de los legisladores y de cuerpos colegiados autónomos como el Instituto Federal Electoral (IFE) constituyeran un insulto para una sociedad depauperada en todos los órdenes por el afán privatizador, el sentido oligárquico del poder y la llana ineptitud de ésos que se sienten con derecho a ganar, cada uno, lo mismo que 300 o 400 devengadores del salario mínimo.
Esta circunstancia a todas luces anómala ha generado un repudio social generalizado y exigencias de reducir en forma drástica lo que al país le cuestan sus gobernantes. Desde esta perspectiva, es claro que el Legislativo actúa bajo una presión social inocultable.
La implantación de un tope legal a los salarios de los altos cuadros del Estado resulta tanto más pertinente si se considera que éstos, lejos de moderar su apetito por las grandes sumas de dinero, lo han acrecentado con regularidad en el curso de la última década y que, a pesar de la estrechez económica mundial, en los ámbitos Ejecutivo, Judicial y Legislativo, así como en el de los organismos autónomos, se han multiplicado los nombramientos de toda suerte de empleados de primer nivel con percepciones desmesuradas, los incrementos injustificados y la adopción de prestaciones absurdas y hasta grotescas. Cabe recordar, a este respecto, que hace unos años el anterior presidente del Consejo del IFE, Luis Carlos Ugalde, recibió un cuarto de millón de pesos, en aplicación de una cláusula del estatuto laboral de esa dependencia, con motivo de una de sus bodas. Otro dato ilustrativo es que prácticamente ningún alto funcionario del Estado hace uso de su derecho a la asistencia médica en los hospitales y clínicas del ISSSTE, pues casi todos disponen de seguros médicos inalcanzables para la gran mayoría de los mexicanos, que les pagan gastos de salud en centros hospitalarios del extranjero. Otros datos ofensivos son las jubilaciones millonarias de que gozan ex presidentes de la República y ex ministros de la Suprema Corte, y los presupuestos para comida de que disponen los integrantes del gabinete, y que en el caso del secretario de Hacienda y Crédito Público asciende a más de un millón de pesos anuales, valga decir, más de 2 mil 800 pesos diarios.
Este breve recuento hace ver la insuficiencia de lo legislado, pues no basta con imponer un límite máximo a las remuneraciones salariales de los altos funcionarios, sino que es preciso también legislar para acotar las abusivas prestaciones que se otorgan a sí mismos.
Desde otra perspectiva, el criterio empleado para limitar los ingresos de los servidores públicos de los niveles superiores –implantar el salario presidencial como tope máximo– puede contribuir a reducir el desorden escalafonario, pero no parece el más pertinente para moralizar a la administración pública. El afán de impedir que cualquier funcionario rebase las percepciones del titular del Ejecutivo federal responde, a fin de cuentas, a una lógica presidencialista a todas luces caduca. Habría sido preferible, por consideraciones de elemental pudor social y ético, que se impusiera como referente un número determinado de salarios mínimos, cuyos niveles son, a fin de cuentas, un indicador preciso, inocultable e indiscutible de la eficiencia de los gobernantes, de su interés por el bienestar de la población y de su desempeño como servidores públicos.