stuve en París, en Lyon y ahora en Madrid, donde escribo estas líneas. Participé en las actividades de la Feria del libro de Bron-Lyon y del Salón del Libro en la Ciudad Luz –literal porque salió el sol–, y pude realizar varias actividades: visitar la exposición de Suzanne Valadon y su hijo Maurice Utrillo, juntos por primera vez en la Pinacoteca de París; una muestra de fotografía, la del suizo-estadunidense Robert Frank; una interesante y bella colección de objetos y pinturas de Daniel Cordier, en el Pompidou; la casa-museo del escultor Aristide Maillol (en un retrato, idéntico a León Tolstoi) para ver la colección de los pintores futuro-cubistas rusos, coleccionada por George Costakis, hijo de una familia de comerciantes griegos establecidos en Rusia a principios del siglo XX, y una retrospectiva en el mismo museo de Seraphine de Senlis, pintora naïve de enormes naturalezas muertas donde se admiran ramos gigantescos de flores de brillantes colores y cuya vida acaba de ser filmada con gran éxito, lo que aumentó el número de visitantes.
Luego estuve en el recién restaurado convento de los bernados, en cuyo bellísimo refectorio se despliega una serie de pinturas que el poeta, ilustrador y pintor Gérard Titus-Carmel hizo inspirado en la Crucifixión que Ma-thias Grünewald pintó en el retablo de la iglesia de Issenheim, en Colmar.
En Madrid volví a ver, entre escalofríos y admiración, una retrospectiva de Francis Bacon y en el Thyssen una exposición sobre el arte y su sombra.
Costakis nació en 1913 y murió en 1990, pasó la mayor parte de su vida en Moscú como chofer de la embajada griega en la URSS, hasta 1939, año en que el pacto Molotov-Ribentropp puso fin a las relaciones entre ambos países; durante la guerra y, después, como chofer de la embajada griega, acompaña a los visitantes distinguidos a las galerías de anticuarios que compran arte ruso antiguo y cuadros y esculturas modernos trasladados por los soviéticos a la URSS, principalmente desde Alemania, cuando ganaron la partida.
Carente de formación artística pero con gran sensibilidad para el arte, Corkidis comienza una colección de iconos y maestros holandeses; descubre de pronto un cuadro de Olga Rozánova y a partir de ese momento se interesa en los artistas de principios del siglo XX en Rusia, esos grandes pintores e ilustradores cuya revolución artística fue violentamente soslayada y perseguida por los comisarios estalinistas propulsores del realismo socialista.
Con ojo certero fue coleccionando en su departamento-museo más de mil 277 pinturas, dibujos, acuarelas, porcelanas y revistas de los más destacados integrantes de la vanguardia rusa, entre otros, Malevich, Popóva, Tatline, Rodchenko, Kliune, Klutsis, Stepánova, Událsova, Matiuchine, Fiónov.
Pinturas únicas, capaces de convocar con sus formas geométricas y su colorido extraordinario una luz que emana casi milagrosamente de la superficie plana de los cuadros.
A pesar de las persecuciones y de los graves problemas que tuvo que enfrentar con las autoridades soviéticas, Costakis logra que casi la mitad de su colección la adquiera la Galería Tetryakov de Moscú; en 1970 abandona la URSS, se establece en Grecia y el resto de su colección es comprada por el Estado griego en el año 2000.
La serie intitulada Suite Grünewald, de Gérard Titus-Carmel, artista al que desconocía por completo, me permitió admirar un edificio medieval abandonado durante mucho tiempo en pleno barrio latino y recordar a ese extraordinario pintor renacentista cuyo retablo famoso exhibe a un Cristo descarnado, cuyo sufrimiento y pasión se concentran en sus pies y en sus manos y también en las extremidades de su madre, las santas mujeres y los dos juanes, expresividad que Titus-Carmel resalta, además de inundar sus pinturas de sangre, esa sangre que Grünewald intentó lavar cuando, al volverse protestante y no poder por eso mismo pintar más retablos, se convirtió en maestro jabonero y en arquitecto de jardines y de juegos de agua.