Opinión
Ver día anteriorJueves 26 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Vienen con todo
V

ienen con todo. Primero la conferencia de Janet Napolitano acerca de la nueva política de seguridad en la frontera con México. Ahora la visita oficial –y mediática– de Hillary Clinton, luego la del secretario de Justicia y pronto la del mismísimo Barack Obama. Un elenco estelar para un problema candente. Calderón debería sentirse satisfecho: sus deseos se han cumplido. Estados Unidos asume la corresponsabilidad requerida como piedra de toque para una nueva relación, pero todavía no sabemos qué pedirá a cambio a su contraparte mexicana y cómo, en definitiva, influirá en el futuro la inclusión directa de la frontera como un problema de seguridad nacional, más allá de los filtros contra el terrorismo y la actividad contra los flujos de inmigrantes. Lo han dicho con claridad, para que nadie se confunda. Les preocupa el cariz que vienen tomando las cosas en la frontera con México y quieren poner orden. “Nuestra meta es de dos sentidos –dijo Janet Napolitano–: apoyar al gobierno de México y protegernos en Estados Unidos por las acciones que se toman en México contra los cárteles”. A eso, seguramente, se referirán las conversaciones que tienen lugar con la secretaria de Estado Clinton.

Para México, la cooperación estadunidense es imprescindible, pero no será coser y cantar. Se menciona, por ejemplo, el envío de la Guardia Nacional a los estados fronterizos; pero ese es sólo un aspecto de la militarización posible, pues antes habrá que observar cómo funcionan y se relacionan entre sí las agencias de inteligencia y los cuerpos ad hoc de uno y otro país para impedir que bajo el efecto de la llamada corresponsabilidad se imponga la soberanía del más fuerte, el enfoque particular de quienes aportan las armas sofisticadas, la capacitación especializada y los agentes in situ que hicieran falta. Y, sobre todo, es un enigma precisar cómo funcionará el vínculo de los expertos estadunidenses con el Ejército que, a falta de otros cuerpos confiables, realiza el grueso de las operaciones policiales.

Es un avance que el gobierno estadunidense acepte los argumentos mexicanos sobre el consumo interno y la exportación de armas a México, dos temas a los que difícilmente se les hallará soluciones de fondo sin modificaciones sustantivas a los principios que rigen tanto el combate a las drogas como a la libre venta de armas en Estados Unidos. También en esta materia, el gobierno mexicano debería adelantar otra visión estratégica, menos complaciente con los viejos paradigmas morales prohibicionistas, convertidos en inocuos lugares comunes de un pasado que parece anclado en el Pleistoceno Inferior.

Pero eso es difícil que ocurra. La situación económica, el malestar perdurable nacido de la crisis política no resuelta, el desánimo y el desgaste, han dejado al presidente Calderón como el oficiante de una sola política: el combate a la delincuencia organizada. Concebido como recurso para devolverle la legitimidad quebrantada en 2006, la acción contra el narcotráfico pretende reflotar al presidencialismo panista, pero es tal su fuerza gravitacional que acaba por absorber cualquier otra iniciativa gubernamental. Toda la credibilidad del gobierno se sostiene en el éxito o el fracaso de dichas acciones, difíciles de medir incluso para las fuerzas que las emprenden. Con todo, a Calderón no se le recrimina la decisión de combatir al crimen organizado con la fuerza del Estado (aunque se discute si tiene un plan y éste es acertado), pero sí se le exige una postura menos maniquea, más integral, en el sentido de considerarlo como un problema global que se despliega y multiplica a partir de los condicionamientos de una sociedad desgarrada por la crisis social y económica que no ha logrado reformar a fondo las instituciones políticas del Estado, cuya herencia de corrupción e impunidad parece inextinguible. México no será más estable si el futuro, como dijo en el Congreso estadunidense Denise Dresser, sigue supeditado a la capacidad del Presidente de llevar a cabo una revisión mayor del aparato judicial y de seguridad del país, de tal manera que se combata no sólo a los narcotraficantes sino a las redes políticas que los protegen. Sin embargo, la pregunta pertinente es si algún presidente podría desmontar dichas redes sin avanzar seriamente en la transformación a fondo del régimen político y el orden económico que lo sustenta. La impunidad, en efecto, se funda en esa constelación de complicidades con el mundo delincuencial, pero es evidente que su eliminación, a estas alturas, requiere una suerte de cirugía mayor que sólo puede hacerse en el marco de la profunda reforma democrática del Estado que aún sigue pendiente. El asunto es muy serio, pues lo peor que podría pasarle a México es que la lucha contra el crimen organizado también se instrumentalizara para lograr objetivos políticos de corto plazo y escasa entidad, como lo ha hecho Germán Martínez en su reciente campaña contra el PRI. Resulta muy grave que el gobierno, que puede y debe recurrir a la justicia, lance acusaciones temerarias, disyuntivas catastrofistas, afirmaciones políticas cuya finalidad es infundir temor en los atribulados sentimientos de los electores. Por lo visto, envalentonado por la experiencia de 2006, Germán parece dispuesto a buscar un enemigo que logre concitar todas las animadversiones y cree haberlo hallado en el PRI, al que ahora, como en otras campañas negras, acusa de ser poco menos que un peligro para México. Veremos cuánto le dura el gusto, pues parece un contrasentido que el gobierno pida corresponsabilidad a los vecinos del norte y, al mismo tiempo, erosione la relación con sus potenciales y hasta ahora puntuales aliados internos en el Congreso.

Por lo pronto, la acción contra la delincuencia organizada tendrá una enorme caja de resonancia en Estados Unidos. La pregunta es si de este lado estamos dispuestos a aceptar formas de cooperación que sin una debida fiscalización eventualmente podrían implicar un mayor intervencionismo en áreas delicadas para la soberanía nacional. Pero sobre todo, ninguna política avanzará exitosamente en esta materia si se concibe al margen de una estrategia más comprensiva en torno a las perspectivas de la relación con Estados Unidos. Y hablando de corresponsabilidad, ¿no es hora de ver en el problema de la migración un asunto que compete a los dos países? ¿No es tiempo de pensar que no hay frontera capaz de aislar las asimetrías, las desigualdades, o de anular el deseo de vivir mejor de millones?