Opinión
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En los términos de su dignidad cinematográfica
C

uando en enero de 2009 Corazón del tiempo se presentó en el Sundance Resort, al inicio de su festival de cine independiente, la audiencia era algo así como selecta. A representantes del Sundance se sumaba una banda de moviegoers, cinéfilos de evidente buen nivel económico, no jóvenes, curtidos en cine de todo el mundo. Era la primavera de la obamanía y ellos, unos 200, me parecieron gente informada, progresista. Estaban de buen humor.

Al concluir la proyección, un hombre del público comentó la escena donde una patrulla del Ejército federal y la policía intentan ingresar a la comunidad zapatista ficticia de la cinta, y son enfrentados por las mujeres marcándoles el alto. Esperaba un baño de sangre, dijo. En vez de eso, las mujeres con el rostro cubierto y el puño en alto evitan pacíficamente el tránsito de las tropas al poblado.

Un bloodshed sería lo natural en una película latinoamericana sobre resistencia indígena, rebelde además. No es lo que ocurre en este caso, donde la represión no es el tema. Aquel espectador lo decía más sorprendido que decepcionado, considerando la fama bien ganada de México como país hiperviolento y poblado de pequeñas guerras.

–¿Esas cosas también pasan? –preguntó.

–Sí, pasan.

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Hacia 1999, Alberto Cortés propuso escribir un argumento de ficción sobre los zapatistas basado en hechos reales. En ese momento parecía un despropósito. ¿Cómo mostrar la cotidianidad en tierras donde se vive una guerra de resistencia, en una detente bélica tan inusual como otras características inéditas del proceso zapatista? El secreto, la discreción, la cautela eran lo común. ¿Cómo mostrar entonces una vida que de fuera no se veía? Y no por falta de atención: desde 1994 persisten cierta idea, imágenes, una conciencia generalizada del zapatismo en Chiapas, aún para sus detractores.

Resultaba difícil imaginar en pantalla a campesinos zapatistas nadando, besándose, comiendo, cosechando la milpa. Y menos si iban a caracterizarse a sí mismos, que era la idea del proyecto. Morosa y cambiante, la historia creció y se reinventó a lo largo de siete años, mientras la otra historia, la verdadera, seguía su curso.

La maduración de las comunidades fue acelerada y notable en ese mismo periodo. Al establecerse las juntas de buen gobierno, en 2003, apelaron a una legitimidad pública que ya habían conquistado en los hechos. Era menos inconcebible ver sus rostros, conocer sus voces, mostrar su identidad a pesar de la permanente contrainsurgencia militar que los rodea, los programas de inteligencia, el espionaje sistemático. El gobierno ha estado obligado a respetar, declarativamente al menos, a las autoridades autónomas, sus gestiones, sus relaciones comerciales y de vecindad con otras comunidades.

En tanto, Cortés y la pequeña troupe de Bataclán echaron a rodar una variante de los gitanos de antaño, que llevaban películas de pueblo en pueblo. Armaron un cine ambulante que recorrió varias comunidades de la selva Lacandona. No es que allá desconocieran eso, videocasetes y devedés son habituales, Ni que no tuvieran géneros predilectos: las de Pedro Infante, rancheras de siempre, históricas: La rebelión de los colgados; las de acción, estilo hermanos Almada; las de artes marciales. Y comedias mexicanas: Tin Tan y Cantiflas ya reinaban.

El repertorio de Bataclán para las comunidades proliferó, con el respaldo de la Filmoteca de la UNAM. Comenzó con una muestra intensiva de Chaplin, no conocido por los indígenas. Un acontecimiento. No podían creer que Charlot fuera persona y no un muñeco maravilloso. La mayoría presenciaba por primera vez proyecciones sin el cinescopio, que suele ser la única sala de cine de los pobres. Conocieron Matrix, dibujos animados, La ley de Herodes, cubanas.

Juntar al pueblo al anochecer y proyectarle cintas que, atravesadas en la oscuridad por un cono de luz, dan imágenes más grandes que la realidad. Cine, pues, clasiquito, no sucedáneos portátiles. A la vez se abrió el juego de la actuación y la expresión corporal en los términos cinematográficos de su dignidad. El Teatro Campesino realizó talleres. El argumento siguió desarrollándose ante los cambios que no han dejado de ocurrir.

Si los videoastas zapatistas llevan años filmando documentales y cortos con sus propios medios, y los pueblos están haciendo una revolución todos los días, bien podían arriesgarse y actuar, coproducir, hacer suya una película inspirada en sus historias.