n el mundo avanzado, pero también en los países en desarrollo como China o Brasil, cunde la búsqueda de opciones, ideas fuerza, paradigmas si se arriesga la pretensión, para capear la tormenta, paliar el dolor, proteger a los más débiles y defender las capacidades construidas. Se pretende, en fin, preparar las condiciones para una reconstrucción de los tejidos y reflejos de un capitalismo no sólo averiado por la crisis sino desolado por el espectáculo de corrosión ética a que lo llevó el frenesí del mercado convertido en religión y fideísmo autodestructivo.
De esto nos ha hablado el presidente Obama, durante su campaña, en el discurso inaugural y en el de su informe a la nación, así como en la presentación de su primer presupuesto. Pero también en China asumen con claridad la magnitud del golpe y se aprestan a combatir lo peor de la recesión que para ellos todavía es una reducción en el ritmo de su crecimiento que, sin embargo, pone en peligro la estabilidad social del país entero y, en especial, la de sus zonas más evolucionadas. Lula pone en juego sus acumulaciones políticas y las de su país en fuerzas productivas y disposiciones institucionales para encarar la espiral depresiva, mientras se suelta el pelo en las relaciones continentales y propone a Obama un nuevo trato con la región latinoamericana que trascienda el vector de seguridad y lucha contra la criminalidad organizada que ha ocupado la atención estadunidense por largo rato.
En Europa deshojan la margarita de una estabilidad costosamente alcanzada, pero los temblores al norte del canal de la Mancha y los clamores al este de Berlín, así como los reclamos de sus fuerzas sociales básicas, en las que descansa su prosperidad moderna, no dejarán en paz el conservadurismo monetarista y más pronto que tarde llevarán a la Unión a empeños ejemplares en materia de combate al declive mediante vías ingeniosas y tal vez renovadoras en la política social y los usos de la cultura.
La agenda es rica y se desliza sin rubor a los territorios del debate clásico sobre los linderos entre lo público y lo privado, el papel y el tamaño del gobierno, el lugar de la redistribución como condición para una cooperación social que auspicie una mejor y más audaz política democrática. La crisis impone su rutina odiosa del sálvese quien pueda, pero la memoria colectiva y las reformas que hicieron época, como el New Deal rooseveltiano, están aquí de nuevo tratando de salir al paso de la molicie y el miedo.
En un artículo reciente en The New York Review, Emma Rotschild dibuja un panorama alentador sobre el –¿posible?, desde luego deseable– fin de la sociedad autoindustrial
que, no obstante la caída espectacular de la industria automotriz, mantiene su imperio sobre el uso del espacio, la energía, y de los recursos públicos, y las jerarquías sociales, que marcó todo el siglo XX. El rescate de la gran planta del automóvil, reflexiona la autora de Economic Sentiments, debe incluir grandes y pequeños proyectos urbanos para la ampliación sustancial del transporte público, así como cambios de fondo en el uso del carro particular que trasciendan el escenario de los híbridos
para ubicarnos en un nuevo plano civilizatorio. Un planeta asfaltado
para el auto individual no sería más que el principio del fin no de esta sociedad industrial sino de toda idea de humanidad capaz de apropiarse de su pasado para diseñar un porvenir de reconciliación con los grandes superexplotados del momento: el mercado y el entorno.
La remoción de esta sociedad autoindustrial nos toca de cerca y apunta al corazón de la modernización económica pretendida en los últimos lustros. Convertidos en una gran plataforma de producción y exportación de automóviles, somos hoy el receptáculo inerme de la ira de sindicatos y desempleados, así como rehenes pasivos de las empresas que negocian su rescate y el apoyo de los legisladores americanos.
No es ésta una circunstancia que aliente, pero obliga a pensar en serio, pronto y a largo plazo, antes de que la guerra del ratón
declarada por el secretario de Economía nos agarre sin confesarnos antes de la visita americana. Los cambios propuestos por Obama son, tal y como están, enormes conmociones de estructura, poder y mentalidades, del tamaño de la gran disrupción
desatada por la implosión de Wall Street.
Nosotros tenemos que arriesgar así, en vez de despeñarnos por esta patética zarzuela cuyo primer acto terminó con el proteccionismo
ninja del secretario y la emulación del Mago de Oz por parte del presidente Calderón en sus ditirambos a través de la frontera. Es el momento de la conversación bilateral y no el de la pataleta.
Si no un paradigma, que es palabra para adultos, el panismo nos debe por lo menos una mirada a la gesta del general y presidente que con su empuje y valor llevó a los fundadores de su partido a dejar las filas de una revolución que todavía quería seguirlo siendo.
Este miércoles fue 18 de marzo y los nuevos polkos descubrieron la tragedia del petróleo mexicano. Cosas de la costumbre.