Opinión
Ver día anteriorDomingo 15 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Solito

Mar de Historias
M

iré una vez más el reloj. Apenas eran las cuatro. Tuve la impresión de que el tiempo se había detenido. Me angustió la idea de que aún faltaban dos horas para salir del taller. Calculando lo que tardo en llegar hasta El Rosario, pensé que tendría que esperarme el doble de tiempo para reunirme con mis hijos. Necesitaba consolarlos y explicarles que hay cosas tan inevitables como la muerte y las separaciones.

Confiaba en que me entenderían porque ya no son tan niños. Rafael cumplió nueve años y Magda ocho. Siento angustia por ellos: desde que nacieron sólo han vivido tiempos violentos y cada vez más difíciles. Eso escuchan por todas partes y, para colmo, Fernando y yo no hablamos de otra cosa. Nuestro departamento es muy pequeño, las paredes son como de papel, y aunque no queramos, los niños escuchan si mi esposo y yo discutimos.

Cuando mis padres se peleaban nos pedían a la Nena y a mí que nos fuéramos a jugar a la calle. Era segura hasta por las noches, y eso que vivíamos en un barrio pobretón lleno de vagos y borrachitos. Ahora ni en sueños se me ocurre sugerirles a mis hijos que jueguen fuera de la casa: temo que alguien me los robe, que un loco los atropelle o que vayan a meterse en drogas.

Rafael y Magda se quejan porque los tenemos muy encerrados. Los domingos en que Fernando y yo no trabajamos hacemos hasta lo imposible por llevarlos a dar una vuelta aunque sea por aquí cerca. A mis hijos les encanta ir a los centros comerciales. A mí no: siento feo que no podamos comprarles nada de lo que ven. Ellos se disgustan, Fernando los reprende y el paseo termina en pleito. No me extraña que el lunes amanezcamos todos desganados.

Entresemana las únicas salidas de mis hijos son a la escuela y a las tiendas que están en la cuadra. Empezaron a frecuentar la tlapalería, a dos puertas de nuestra casa, desde que Justiniano y su esposa Guadalupe compraron en el mercado de Sonora un cachorro de pastor alemán. Tenía un ojo verde, el otro azul y era simpatiquísimo. Le pusieron Solito porque ya no quedaba otro en la tienda de animales. Como en el departamento nunca hemos podido tener ni siquiera un pájaro, a Magda y a Rafael les resultó maravilloso poder jugar con el cachorro. Cada vez que los veía corretearlo o hacerlo saltar, me alegraba de que se estuvieran divirtiendo como lo que son: niños.

Guadalupe y Justiniano no pudieron tener hijos. Solito era su adoración y el día en que cumplió un año le organizaron una fiesta. Asistieron todos los chamaquitos de la cuadra y algunas mamás. Todos estuvimos muy contentos, menos Lupe, que se pasó la tarde estornudando. Me dijo que a últimas fechas padecía de esos accesos. Los atribuyó a los nervios que le provoca la disminución en sus ventas, con todo y que abren también los domingos, y el peligro de tener que rematar su negocio. Procuré darle ánimos recordándole que tienen una clientela de hace muchos años y además nunca faltará quien necesite un bote de pintura, yeso, clavos, un martillo, trampas para ratones o veneno para cucarachas.

II

Una tarde, al regresar de mi trabajo, me encontré a Rafael y a Magda muy preocupados. Justiniano les había dicho que el médico acababa de diagnosticarle a su esposa una alergia y como la posible causa era Solito, él había decidido vender el perro. Magda me preguntó si podíamos comprarlo. Le respondí que imposible, y menos en las condiciones actuales: aunque las cosas están cada día más caras, hace años que a mi esposo y a mí no nos aumentan el sueldo; aparte, nadie nos garantiza que mañana no vayamos a perder la chamba. Un perro necesita alimento, vacunas, veterinario. ¿Con qué íbamos a pagarlos?

Rafa me dijo que por eso no me preocupara. Los domingos por la mañana podía trabajar cargando bultos en el mercado, como hacen muchos otros niños de por aquí, y ganarse el dinero suficiente para los gastos de Solito. La sugerencia me conmovió, pero le pedí que no volviera a pensar en eso. Sin embargo, en cuanto su padre regresó del trabajo fue lo primero que le dijo. Mi esposo lo tomó como una simple ocurrencia y le pidió que no se preocupara tanto por Solito: no faltaría quien quisiera comprar un animal tan bello.

Esa posibilidad angustió más a Rafa: No entiendes. Lo que no queremos es que lo compre otra persona, porque se lo llevará y ya no podremos jugar con él. Magda es muy zalamera y con su cara-de-no-rompo-un-plato se acercó a su padre para suplicarle que les permitiera quedarse con Solito. Fernando se mostró paciente, pero firme: Por principio de cuentas, no tengo dinero para andar comprando animales. Además aquí no tenemos en dónde meterlo. ¿O quieren tenerlo amarrado en la azotea, soportando el frío, el sol, los aguaceros?

Dije que estaba de acuerdo con Fernando. Una de las cosas más tristes para mí es ver a esos pobres animales que viven arrumbados en un balcón de medio metro, sin espacio para estirarse o para correr, muriéndose de frío o de calor. Rafael se dio por ofendido conmigo: Tú siempre te pones del lado de mi papá. A nosotros nunca nos tomas en cuenta ni nos das la razón. Porque no la tienen, ¡y se acabó!, grité para desahogar mi angustia.

Durante algunas semanas siguió pegado junto a la entrada de la tlapalería el anuncio: Se vende pastor alemán. Para Rafa y Magda ver la cartulina era un alivio, porque significaba que Solito seguía al alcance de su mano; en cambio, para mí, leerla era motivo de tristeza: entre más tiempo pasara, más difícil y doloroso sería para mis hijos separarse del animal.

Ante la ausencia de compradores, Justiniano decidió regalar al perro. Me lo ofreció primero a mí: Sus hijos lo adoran y el animalito también está muy encariñado con ellos. Lléveselo y así también podré verlo de vez en cuando. La tentación de aceptarlo fue grande. Me contuve con tal de no tener un pleito con mi marido, pero expuse otros motivos: Se lo agradezco mucho. La verdad, no tengo dinero ni espacio, mucho menos tiempo para cuidarlo. Dijo que en tal caso se lo ofrecería a otros vecinos. Creo que todos, por las mismas razones que yo, rechazaron la oferta. Para dicha de mis hijos, Solito siguió alegrando sus juegos.

III

Ayer domingo salí temprano al mercado. Al pasar frente a la tlapalería me fijé en que Solito ya no estaba. Le pregunté a Justiniano si al fin había logrado regalarlo y quién era su nuevo dueño. Él hizo un gesto de fastidio: Puede ser cualquiera, no lo sé. Anoche se me escapó. Salí a buscarlo, pero no pude encontrarlo. El pobrecillo andará por allí perdido.

Me resultó difícil creer en lo de la escapatoria. Solito era obediente y nunca se alejaba demasiado de sus platos. Me imaginé que, ante la imposibilidad de venderlo o regalarlo, Justiniano no había tenido otro remedio que sacarlo a la calle y perderlo para deshacerse de él. Cuando se lo dije, el tlapalero, compungido, desvió la mirada: “Créame que me costó mucho trabajo decidirme, pero ya no podía hacer otra cosa. Usted comprenderá que la salud de mi mujer es más importante que Solito. Tengo la esperanza de que alguien se lo haya llevado a su casa, porque si no… Lástima de animal tan precioso”. No quería que mis hijos se entristecieran y, de acuerdo con Justiniano, decidí inventarles que al fin había aparecido un comprador.

De regreso a la casa fingí serenidad y procuré darles la noticia de la manera más suave: “Rafa, Magda, ¿qué creen?, Solito ya se fue a su nueva casa. Tiene un jardín en donde podrá correr y saltar. Vivirá mucho mejor que aquí, ¿no les da gusto?” Los niños se indignaron porque Justiniano no les hubiera dado tiempo para despedirse del perro. Seguí mintiendo: “Lo vendió anoche, ni modo que viniera a avisarles. Pero me dijo que en cuanto lo encuentre, nos dará la dirección de Solito para que un domingo vayamos a visitarlo”.

Magda dijo que ojalá no tuvieran que esperar mucho para volver a verlo, porque de seguro el perro los estaba extrañando. Rafael tuvo una idea: Es muy inteligente. Sabe cuánto lo queremos. A lo mejor se escapa y vuelve con nosotros hoy mismo. En opinión de Fernando, los niños estaban equivocados y pretendió sacarlos de su error: La verdad, veo difícil que regrese. Además los animales no son como las personas: ellos no quieren a nadie. Lo único que les importa es tragar y dormir. No vale la pena que estén tan preocupados por un perro. Sus palabras agravaron la tristeza de mis hijos y Fernando se impacientó: Si van a estar con esas caras, mejor no salimos.

Les pedí a Magda y a Rafa que fueran a buscar su suéter. Cuando me quedé a solas con mi esposo le reproché que les hubiera hablado con tanta crudeza: “Pobres criaturas. Todo el tiempo están viendo cosas horribles y escuchando malas noticias. ¿Por qué les quitaste su ilusión de que Solito va a volver y de que los extraña”. Fernando me miró asombrado: ¿Te molestas porque les dije la verdad? Pienso que hice lo correcto. Es mejor que sepan las cosas como son y no que al rato se den un frentazo. La vida es tal cual es y punto. No pude quedarme callada: “Como si no lo supieran de sobra. A su edad ven el mundo como si fueran adultos. Los únicos momentos en que actuaban como niños era cuando se ponían a jugar con Solito. ¿Los oyes? Están llorando por lo que les dijiste”. Fernando se defendió: De acuerdo: ¡metí la pata! Pero tú también, dejando que se encariñaran con un perro que ni era suyo.

Salimos de paseo, pero no logré que Rafa y Magda se animaran. Parecían distraídos, ausentes. Fernando, como siempre que se disgusta, no habló ni media palabra. Yo me pasé el tiempo mirando en todas direcciones, rogándole a Dios lo imposible: que Solito apareciera para que mis hijos pudiesen verlo otra vez y comprobar cuánto los quería.

El milagro ocurrió. Por la noche, al regresar a la casa, vimos al perro moviendo la cola, tendido a las puertas de la tlapalería.