e parece que estamos ante dos ocasiones que requieren dos planes para la izquierda mundial, y en particular para la izquierda estadunidense. La primera ocasión es el corto plazo. El mundo se encuentra en una profunda depresión, que únicamente habrá de empeorar, por lo menos en el próximo o en los próximos dos años. El corto plazo inmediato es lo que le concierne a la mayoría de la gente que enfrenta el desempleo, un ingreso seriamente disminuido y en muchos casos el no contar con un lugar donde vivir. Si los movimientos de izquierda no cuentan con un plan para este corto plazo, no pueden conectarse en ningún modo significativo con la mayoría de la gente.
La segunda ocasión es la crisis estructural del capitalismo como sistema-mundo, que encara, en mi opinión, su defunción cierta en los próximos 20 o 40 años. Éste es el mediano plazo. Si la izquierda no cuenta con un plan para este mediano plazo, lo que remplace al capitalismo como sistema-mundo será algo peor, probablemente mucho peor que el terrible sistema en el que hemos vivido durante los cinco siglos previos.
Las dos ocasiones requieren tácticas diferentes, pero combinadas. ¿Cuál es nuestra situación en el corto plazo? Estados Unidos ha elegido a un presidente centrista, cuyas inclinaciones se hallan algo a la izquierda del centro. La izquierda, o la mayor parte de ella, votó por él por dos razones. La alternativa era peor –de hecho, mucho peor. Así que votamos por el mal menor. La segunda razón es que pensábamos que la elección de Obama le abriría espacio a los movimientos sociales de izquierda.
El problema que enfrenta la izquierda no es nuevo. Tales situaciones son la cuota estándar. Roosevelt en 1933, Attlee en 1945, Mitterrand en 1981, Mandela en 1994, Lula en 2002, fueron todos los Obamas de su tiempo y lugar. Y la lista podría expandirse al infinito. ¿Qué hace la izquierda cuando estas figuras decepcionan
, como casi todas lo hacen, ya que todas son centristas, aunque sean de centroizquierda?
Desde mi punto de vista la única actitud sensata es aquella asumida por el enorme, poderoso y militante Movimiento de los sin Tierra (MST) en Brasil. El MST respaldó a Lula en 2002, y pese a que no cumplió lo que había prometido, respaldaron su relección en 2006. Lo hicieron con pleno conocimiento de las limitaciones de su gobierno porque la alternativa era, claramente, peor. Sin embargo, lo que también hicieron, fue mantener una presión constante sobre el gobierno –reuniéndose con él, denunciándolo públicamente cuando lo merecía y organizándose en el terreno contra sus fallas.
El MST sería un buen modelo para la izquierda estadunidense si tuviéramos algo comparable en términos de un movimiento social fuerte. No lo tenemos, pero eso no debería frenarnos de intentar confeccionar uno a partir de varios retazos, del mejor modo que podamos, como lo hace el MST —y presionar a Obama abierta, pública y duramente todo el tiempo, y por supuesto alabarlo cuando hace lo correcto. Lo que queremos de Obama no es la transformación social. Él tampoco quiere eso, ni está en posibilidad de ofrecernos eso. De él queremos medidas que minimicen el dolor y el sufrimiento de la mayoría de las personas, ahora. Eso sí lo puede hacer, y es ahí donde ejercer presión sobre él hace una diferencia.
El mediano plazo es bastante diferente. y aquí Obama es irrelevante, como son todos los otros gobiernos de centroizquierda. Lo que ocurre es la desintegración del capitalismo como sistema-mundo, no porque no pueda garantizar el bienestar de la vasta mayoría (nunca ha podido hacer eso) sino porque ya no puede asegurar que los capitalistas tengan la incesante acumulación de capital que es su raison d’être. Hemos arribado a un momento en que ni siquiera los capitalistas con mirada de más alcance ni sus oponentes (nosotros) estamos intentando preservar el sistema. Ambos intentamos establecer un nuevo sistema, pero por supuesto nosotros tenemos ideas muy diferentes, de hecho radicalmente opuestas, acerca de la naturaleza de un sistema así.
Dado que el sistema se ha apartado mucho de su equilibrio, se volvió caótico. Vemos alocadas fluctuaciones en todos los indicadores económicos usuales –los precios de las mercancías, el valor relativo de las divisas, los niveles impositivos reales, la cantidad de artículos producidos y comerciados. Debido a que nadie sabe dónde cambiarán estos indicadores, prácticamente de día a día, nada se puede planear con sensatez.
En tal situación, nadie está seguro de qué medidas serán mejores, no importa cuál sea su política. Esta confusión intelectual práctica se presta a que exista una demagogia desatada de todas clases. El sistema se está bifurcando, lo que significa que en 20 o 40 años habrá algún nuevo sistema, que creará orden a partir del caos, pero no sabremos qué sistema será éste.
¿Qué podemos hacer? Primero que nada, debemos estar claros de qué batalla se trata. Es una batalla entre el espíritu de Davos (en pos de un nuevo sistema que no es capitalismo pero que sin embargo es jerárquico, explotador y polarizante) y el espíritu de Porto Alegre (un nuevo sistema relativamente democrático y relativamente igualitario). No hay mal menor aquí. Es uno o el otro.
¿Qué nos queda hacer? Promover una claridad intelectual acerca de la opción fundamental. Luego organizarnos en miles de niveles y miles de modos para impulsar las cosas en la dirección correcta. El punto primordial es impulsar una desmercantilización de todo lo que podamos desmercantilizar. Lo segundo es experimentar con todos los tipos de nuevas estructuras que hagan más sentido en términos de justicia global y sanidad ecológica. Y la tercera cosa que debemos hacer es alentar un optimismo sobrio. Estamos muy lejos de tener la certeza de una victoria. Pero es posible.
Así que, resumiendo, trabajar en el corto plazo en minimizar el dolor, y en el mediano plazo en garantizar que emerja un nuevo sistema que sea mejor, no peor. Pero esto último tiene que hacerse sin triunfalismo y sabiendo que la lucha será tremendamente difícil.
Traducción: Ramón Vera Herrera
© Immanuel Wallerstein