Memoria de Enriqueta
o creo haber conversado nunca con Enriqueta Ochoa. Asistí a la presentación de Bajo el oro pequeño de los trigos, editado por El Aduanero, en la Casa del Poeta; la escuché en Playa del Carmen hablar y leer ante un público conformado sobre todo por secundarianos, a quienes tenía encantados, y tuve la fortuna (y medio el pánico) de que me visitara en un taller que impartí en Cancún. La vi asimismo en una entrevista televisiva con Myriam Moscona, ocasión en la que en cierto modo sentí que estaba sentada en la sala de mi departamento: tenía una presencia escénica natural que de inmediato inspiraba confianza, cosa que me parece puede advertirse muy bien en la fotografía de Rogelio Cuéllar que aparece en el libro El rostro de las letras. Daban ganas de oírla, de platicar con ella. Y bueno, la oí, y aunque no platicamos, a final de cuentas es como si lo hubiésemos hecho.
A mí me dictan
, parece que solía decir (Zumba en el núcleo del silencio un bisbiseo, anotó en homenaje a Rilke), y que lo decía en el contexto específico del verso. No lo sé. Hará dos años, ante una pregunta de Octavio Avendaño Trujillo: ¿Qué ha callado?
, la poeta contestó: –Mi poesía es casi mi vida, ahí sale todo.
Confieso que no conocía Asaltos a la memoria, relatos originalmente publicados, hace un lustro, por la UAEM, y recogidos –ignoro si todos (hay en el registro de su procedencia un salto de 10 páginas)– en la Poesía reunida por el FCE el año pasado. Anécdotas, estampas, recuerdos o retazos de recuerdos, elogios, agradecimientos, humor, tragedias, narraciones a veces cumplidísimas, como la extraordinaria La abuela murió de pie, y otras más jalando hacia el poema en prosa, extenso además, como Su mirada hacía tierna la luz. Aislados en su mayoría, pero de pronto continuados, como Los telegramas y la muerte y El desarraigo, o Mamá Epifanía (no Epifania
, aclara la autora) y Eclipse de alegría, o continuado alguno luego de más de 15 hojas, lo que sucede con Treinta años después y Cuando mi madre cocinaba. Continuados o no, comunicados todos.
Un fragmento de Los duraznos: Hay una niña de once años trepada en los árboles de durazno, a horcajadas, sobre la rama más gruesa. El padre la ha visto y le ordena que baje, luego la lleva a practicar día tras día el tiro al blanco, después de haberla convencido de que será más divertido bajar los duraznos de un balazo.
Más voz que literatura, de la que por supuesto no se olvida, más intimidad familiar que construcción formal, y –si así puede escribirse– más presencia que representación, Asaltos a la memoria vino, tardíamente, es cierto, a llenar en mí ese vacío que me quedaba: no haber conversado nunca (intercambiado dos o tres frases claro que sí) con Enriqueta Ochoa.