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La crispación y la calma (II Y ÚLTIMA)
A la memoria de Vitola, otra actriz de-a-de-ve-ras
Como es bien sabido, el actor que encarnó a Randy Ram –es decir, el personaje principal de The Wrestler (Darren Aronofsky, EU, 2008), una de cuyas secuencias se describió aquí hace una semana–, es el ya mítico Mickey Rourke, otrora galán de pantalla que, como también es ya del conocimiento público, no ganó el más reciente premio estadunidense Oscar al mejor actor al que estaba postulado. Quedó entonces Rourke como un campeón sin corona, que no pudo ceñirse ésta –y sólo ésta, pues por su papel de Randy ha ganado otras más serias, así como un reconocimiento unánime y global–, sobre todo porque contra él compitió Sean Penn, es decir, uno de los mejores actores de todos los tiempos, con un trabajo extraordinario. Empero, da la impresión de que, si bien es obvio que a Rourke le habría venido muy bien un Oscar, al mismo tiempo no importa que no se lo hayan concedido ahora ni se lo concedan más adelante. A mayor abundancia, baste recordar lo que él mismo refirió cuando The Wrestler ya era una película exitosa en el circuito festivalero cinematográfico mundial: que más de un inversionista prefirió echarse patrás al escuchar que Aronofsky, el director de la cinta, respondía “Rourke” cuando aquéllos le preguntaban, calculadora mental de por medio, que quién protagonizaría la película.
Quizá no sean muchos los que recuerden un filme titulado Johnny Handsome, que protagonizara Rourke en el ya lejano 1989, es decir, mientras rutilaba de manera incontestable. Quien lo haya visto y quien tenga la curiosidad de echarle un ojo descubrirá que, de un modo extraño en el que parecen haberse entrelazado el azar con el destino y la ficción con un pedazo de la realidad, Rourke es Randy Ram y éste es el Guapo Johnny y a su vez éste sólo puede ser Rourke, todo girando en torno a la fatalidad según la cual una estrella cinematográfica puede serlo si y sólo si rostro y silueta responden sin mácula a estereotipos de sobra conocidos, los cuales por cierto Rourke no sólo llenaba satisfactoriamente, sino que en aquellos años ochenta él mismo fungía como parangón, hecho demostrable en una filmografía más bien dispareja, que entre otros personajes cuenta al memorable casi niño motociclista de Rumble Fish, al hiperconocido nihilista de 9 ½ semanas, al transfigurado en santo de Francesco, al borracho edénico de Barfly, así como al usurpador involuntario de cuerpos de Angel Heart.
Pero comenzó la década de los noventa, con ella vino ese capricho fílmico de sinsentido inopinado que se llamó Harley Davidson and the Marlboro Man (1991), en la cual Rourke aparentemente comenzó a darle rienda suelta a su personal predilección por los catorrazos, y fue entonces que al raising del cual no se sabrá jamás hasta dónde pudo haber llegado, siguió un fall que Todomundo imaginaba interminable. El resto es bien conocido: rinoplastias pre y post al hecho de haberse dedicado al boxeo profesional, Rourke no se alejó definitivamente del cine, ya que sólo en 2007 no hizo al menos una película, pero sí que lo alejaron de cualquier cosa que oliera a papel protagónico.
Lo que The Wrestler y el humano, demasiado humano Randy dejaron bien claro es algo de lo que algunos jamás dudamos: que frente a esa parvada de bonitos transitorios, de adictos que se quedaron para siempre trepados en su avioncito –con todo y Oscar algunos de ellos--, así como de notables mediocres, la industria fílmica hollywoodense cuenta, entre sus pocos haberes sustraíbles al más puro y duro engranaje mercadotécnico, con individuos como Mickey Rourke que pueden, precisamente, sentirse y saberse individuos, no meras piezas de una maquinaria que engulle, digiere y defeca regularmente para beneficio de sí misma, sólo por azar o involuntariamente para bien del público o de esa entelequia que algunos llaman arte o belleza.
LA ACADEMIA GRINGA DIJO EUREKA
O mejor dicho al revés, dijimos eureka aquellos que, no sin justificación, solemos dudar a fondo de los criterios a partir de los cuales toma decisiones premiadoras esa entidad estadunidense que a sí misma se considera como la única susceptible de llevar mayúscula en el nombre. El caso es que, felizmente, se evitaron el harakiri de no galardonar como mejor documental a Man on Wire, filme exquisito de belleza en estado puro, que narra la que acaso sea la más hermosa historia de antiterrorismo que, desde luego, este juntapalabras no cometerá la torpeza de contar.
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