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Manualidades
Ricardo Guzmán Wolffer
Así es, compadre. Estoy decepcionado. Tantos años dedicado a leerle la mano a la gente para que luego me salgan con esas cosas. No hay derecho. Y le consta, siempre fui honesto y recto.
Cuando empecé, allá por mis quince o dieciséis primaveras, no daba una. Fue hasta llegar a los veinte que todas mis predicciones se cumplieron. ¿A cuántos no hice millonarios diciéndoles que con la mano que estaba leyendo iban a comprar un billete de lotería premiado? O mejor aún: por lo menos treinta mujeres lograron matrimoniarse cuando les dije que el primer beso que dieran sería el definitivo.
Ha de recordar la ocasión en que me fue a ver el coronel Ramírez. A ver, dígame qué ve, me gritó frente a sus cuates. Pos nada que usté no sepa, mi general, le contesté‚ muy respetuoso. Todos echaron a reír, pero a los dos días, el fulano salvó al presidente y en agradecimiento éste lo hizo general. Al año me vino a ver de nuevo, cuando el país ardía con la chamacada en las calles. El general no sabía qué hacer con los tumultos. Me puso la mano enfrente para preguntarme: ¿Y ora? Hasta la piel se me enchinó nomás de ver las decenas de caras sacrificadas por la orden que esa mano dio.
Y es que esto de leer la mano tiene su responsabilidad, ni modo de decirle a bocajarro a un señor que su hijita anda de revolcona con media ciudad o que su suegra, por fin, se va a morir. No, si la cosa no es tan fácil. Una vez leí la mano de un cura; iba con todos sus feligreses para probarles que yo no sabía nada. Vas a ver, méndigo mentiroso, dije para mis adentros. La gente lo linchó cuando les dije de todo el dinero que el curita había robado y la de hijos regados que tenía, sin darles ni para las tortillas.
Desde entonces los religiosos me echaron el ojo. De seguro ellos enviaron a los devotos de San Maturino. Algunos querían que les leyera las plantas de los pies, otros llevaban guantes. Un chamán loco, a la mitad de la lectura, se fue dejándome la mano viva. Después de un rato, la mano brincó de la mesa y, haciendo como avión, salió por la ventana. Un torturador retirado tenía navajas y pijas en lugar de dedos, y la piel de la palma no era suya, sino de sus clientes. Esos frailes me querían fregar.
Mohín me da recordar cómo caí en la trampa. Era tan obvia. Un domingo en la mañana, después de atender a un marido engañado, llegaron dos tipos. Uno iba desguanzado, como fardo, olía a vil borracho; el otro lo sostenía. Ayúdenos, por favor, alcanzó a musitar el sostén. De inmediato, el canijo puso en la mesa el muñón del brazo derecho del otro. Jijo de mi vida, me dije, a ver cómo le hago. No ' mbre. Le dije al fulano ése, tan inmóvil como una piedra, dónde había nacido, su vida y obras. Ni la cabeza levantaba, pero su amigo tenía pelados los ojos, sorprendido. Fue el orgullo, compadre, el méndigo orgullo el que me hizo caer. Para cerrar espectacularmente el discurso, mentí por única vez en mi carrera. Tal vez llegue a ser millonario, le dije. El otro desgraciado, riendo a más no poder, se quitó el disfraz para quedar con la sotana y una grabadora. Ahora sí te agarramos, ahora sí, aulló de alegría.
¿Usté creerá que los móndrigos curas me llevaron un muerto mutilado por ellos? Así mero.
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