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El arte olvidado de la conversación
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Verónica Murguía
Un paseo por el Vogue
Por razones familiares que sería tedioso explicar, yo crecí en una
casa donde cada mes se compraba el Vogue en la edición estadunidense.
Cada mes el pariente aficionado a esta lectura dejaba
encima de la mesa del comedor el grueso ejemplar impreso en
papel couché, repleto de fotografías de guapas demasiado flacas y
anuncios de cosméticos milagrosos. Yo me lo bebía de un sorbo,
generalmente en una tarde, pasmada por la ropa, las modelos
y los precios de los zapatos.
Es una adicción de la que jamás me he podido librar. Aun en las
temporadas de penuria económica me las he arreglado para comprarlo,
aunque después mi pobre marido se queje de las torres altísimas
de Vogues que se acumulan junto a la puerta de la sala, esperando
el momento de ser reciclados y yo me lamente en silencio
por haber gastado en la revista el dinero de la tintorería.
Me proporciona miles de sabidurías inútiles: que si Karl Lagerfeld,
el director de Chanel –quien por cierto jamás se quita los lentes
oscuros y se viste como un punk senil– se mandó hacer un museo
itinerante con un sofá que parece ¡una cartera!; que si el doctor
Brandt, el más conocido dermatólogo de los ricos, les pone silicona
a las viejitas millonarias en las manos para que no se les hagan como
de pollo; que si el diseñador favorito de los republicanos es Óscar de
la Renta; que si Miuccia Prada exhibió en su museo de Milán la obra
vanguardista e inquietante de la sueca Nathalie Djuberg, o si Stefano
Pilati está usando los archivos de Yves Saint Laurent para la colección
de otoño. Eso, claro, sólo me llena la cabeza de información
que no sirve de nada. ¡Y el lenguaje! Los escritores no tienen
recato: las hombreras son relevantes; el zapato está descontextualizado;
hay glosas de temporadas anteriores; la ropa se desconstruye
o se llena de referencias. Como si hablaran de un poema.
Huelga decir que jamás he comprado
nada de lo allí anunciado, pues no me
alcanzaría ni para una agujeta. Tampoco
me creo ni por un momento las portentosas
virtudes de las cosméticos y tratamientos
que mes con mes se difunden
para que las mujeres sigamos haciendo
ricos a los fabricantes mientras buscamos
la cura para la celulitis y las patas
de gallo. Todo es mentira. Una tarde en
París, mi marido y yo tropezamos con
una sesión de fotos. La hermosa melena
de la modelo flotaba gracias a un
ventilador. Una asistente, fuera de cámara
por supuesto, tiraba de la falda
para que la tela saliera en la foto sin
una arruga.
Había allí, además del fotógrafo
y los iluminadores, maquillistas,
peinadores, el señor del ventilador,
la señorita que jalaba la falda,
personas que le ponían clips
al saco para que se ciñera a la cintura de
la muchacha, otros que pulían el charol
de la bolsa cada cinco minutos con un
paño aceitado. Todo era tan artificioso
como un espectáculo de magia, e igualmente
hipnótico. Pero imagínese el
lector la desilusión de quien compre la
falda o el saco, esperando verse como
la modelo. Se mirarán al espejo y la falda
tendrá arrugas, el saco no revelará
una cintura brevísima y el charol no será
tan brilloso. Y habrá pagado por su
ropa miles y miles de dólares.
Durante un tiempo inventé excusas
que darles a mis amigos por mi afición:
les decía, la muy hipócrita, que lo compraba
por los artículos, igualita a los señores
que compran el Playboy y se
evaden con el mismo pretexto. Hay buenos
colaboradores: Jeffrey Steingarten,
el encargado de escribir sobre comida,
es un genio. Va por el mundo comiendo
lo que le pongan enfrente y, sólo en
México, ante un taco de jumiles que se
salieron de la tortilla y se le metieron en
la axila por el puño de la camisa, fue derrotado.
Antes comió sesos en Francia,
perro en China, cucaracha en Tailandia
y chango en Veracruz. Hace helado,
chicharrón y morcilla en la cocina de su
casa. Pero no compro el Vogue por él. La
verdad es que lo compro porque es como
leer un reporte de un mundo lejano
a éste, donde lo que importa es el largo
de la manga, el color de los botones o el
corte de la falda.
Un mundo alelado y pueril, en el que
los habitantes se consuelan de sus desgracias
comprándose un abrigo de Marc
Jacobs, o se les revela su identidad gracias
a unas botas, unas mallas de colores
o un vestido de novia. Fantasioso, frívolo,
banal, ilustrado con bellas y astutas
fotos, el Vogue no tiene nada que ver con
mi realidad y, si me apuran, con la de nadie.
Por eso lo compro.
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