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RICARDO GUZMÁN WOLFFER
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El arte olvidado de la conversación
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Raymond Carver, poeta del “realismo sucio”
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Para acabar con la crisis
Para acabar con la crisis, para erradicar el miedo, botar
el espectro de la angustia, esfumar el fantasma de la incertidumbre
entre tantos de nosotros que no sabemos si
pasado mañana todavía vamos a tener trabajo, si vamos a
ser capaces de poner sobre la mesa una comida más o menos
sana y nutritiva, si vamos a poder seguir pagando luz,
teléfono, gas, colegiaturas, uniformes, libros o medicinas;
para patear todos esos duendes pavorosos por la puerta de
la cocina y recuperar –los pocos que alguna vez la conocieron–
la tranquilidad del hogar, la paz sencilla y cotidiana
de no tener que estarse mordiendo las uñas, porque la economía
personal, familiar y nacional, la sociedad toda, parece
caminar sobre la cuerda floja y allá abajo un foso de
fauces abiertas, de cocodrilos hambrientos, de acreedores
vocingleros –sobre todo bancarios– y demás bichos ávidos
de carne y carroña; pero para acabar con todo ese sufrimiento,
decía, basta apenas con mover la falange, apretar
un botón y prender la tele.
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Basta prenderla y casi de inmediato, porque los repiten
hasta la náusea, ver uno de los anuncios de Televisa, ésos
en los que salen a cuadro los artistas exclusivos de esa empresa
diciéndonos, con ojos entornados y engolando la
voz para sonar y parecer solidarios, que órale mexicano, tú
nunca te arrugas, tú aguantas, tú prácticamente siempre te
has chingado en silencio. Allí actorcitos muy menores
–que desde luego a ojos de todo el circo farandulero que
los acompaña son magníficos histriones, aunque en realidad
sus actuaciones son peripatéticas: galanes machos, el
chistoso de la novela, el cura bonachón o la doncella virtuosa
a pesar de tantos reveses del destino, que esconden
aburridos, repetitivos libretos– y también a conductoras
vulgares y cantantillas también muy menores, a las que se
ha inflado por años con el aire caliente de la mercadotecnia
y la ignorancia de la gente, el maquillaje, el silicón y el
escándalo, los vemos, decía, enderezándonos el doble filo
de un discurso domesticador de posibles iras colectivas, de
previsibles encabronamientos de millones de habitantes
de este país de pobres entre los que flotan, como islas
vergonzantes, unas cuantas inconmensurables fortunas
–como las de los dueños, precisamente, de las televisoras–
que llenan de oprobio esta nación, imaginariamente
sustentada en un acta constitucional redactada con mucha
decencia, pero mancillada todos los días por aquellos que
supuestamente están allí para hacerla valer, ensuciada con
la corrupción rampante y la miseria extrema, la serpiente
que se muerde la cola para encarnar el círculo vicioso:
riqueza mal distribuida, ostracismo social, viejo racismo,
delincuencia, miseria extrema y así siempre. Muchos mexicanos,
y nos contamos por millones, no conocemos otro
México que no sea el de las muchas crisis que son una sola,
con sus personajitos de ocasión, sus pelelitos como ahora,
sus caricaturas de servidor público de mandíbula siempre
fuerte y babeante como ahora, de presuntos adalides sociales,
funcionarios de impecable corbata, grandes empresarios,
grandes dignatarios eclesiales que no son sino una
recua perversa de ladrones, de vividores siempre ambiciosos
de poder y sobre todo de dinero, de mucho dinero, sea
el que sea el método para obtenerlo y seguirse llenando las
inmensas barrigas bancarias: llenándole a la gente la panza
y la cabeza de mierda empaquetada en bolsitas de colores
o en relicarios, construyendo, aprovechándose de
la necesidad de la gente, de su indefensión en los hechos,
casas que son trampas, mínimas ratoneras levantadas
con materiales de segunda, o haciendo obra pública, consiguiendo
contratos de gobierno para gobierno, de político
para sí mismo o sus cuates o parientes, metiendo materiales
de tercera pero a precios de primera, inflando facturas, simulando
avances de obra, en fin, todo ese inmenso imperio
de la trapacería en que viven inmersos los puercos, con
perdón de los puercos. Por eso indigna ver a los artistillas
esos, amanuenses y corifeos del sistema, despojados ellos
también de alguna brizna de dignidad, para decirnos, usando
emotiva, tramposamente, argumentos tan pinches como
el bienestar de nuestros hijos, y ocultando una ominosa amenaza
de represión que nos estemos quietos y callados,
que la pobreza es lo nuestro. Que no se
nos ocurra hacerla de tos. Que al fin y
al cabo, mexicano, tú siempre te has
partido el lomo por los tuyos y
que la crisis no es nada nuevo.
No, no es nada nuevo. Y el
cinismo de estos infelice s ,
tampoco.
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