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La utopía de la Raza Cósmica
Alberto Ortiz Sandi
Y presentimos como otra cabeza, que dispondrá de todos los ángulos para cumplir el prodigio de superar a la esfera.
José Vasconcelos
Una inmensa intuición (el propósito que ocupa una vida) puede expresarse con maneras muy sencillas, casi pueriles, con palabras que –incluso– denotarían cierta inocencia y candidez. Una gran verdad puede decirse con las palabras cándidas, pero plenas de esencialidad que suelen ocupar los niños y los inocentes que ya no son niños. Antoine de Saint-Exupéry dice que “no se ve bien sino con el corazón, pues lo esencial es invisible para los ojos ”, aduciendo con ello –entre otras cosas– que los valores fundamentales (aquellos que nos hacen humanos) no son pan cotidiano, quizá porque tenemos la mirada cubierta de una gruesa nata de mala coexistencia social. El amor, la belleza, la verdad, el gozo, la libertad, la justicia son –en esta sociedad malignizada– palabras huecas de un discurso vacío, útiles más que nada para la expiación de las culpas y para justificar al dios falso del poder-dinero. Sin embargo, y a pesar de los portentosos esfuerzos por ocultarlo, lo esencial subyace, palpitante e inmanente, a lo que realmente es la humanidad: conciencia y vida.
Lo esencial es invisible a los ojos y también al atisbo de la razón. La razón discepta y diseca: formaliza el universo fenoménico. Lo esencial está tras la barrera de lo espacial-temporal. Por eso una gran intuición luce –además de cándida– como irracional. José Martí –un varón que sabía ver con el corazón– ya en vísperas de su muerte le escribe jubiloso a su amigo del alma Manuel Mercado: “Y a esa cosa que es mía y mi orgullo y obligación… de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy y haré es para eso.” Resumiendo con esta sencillez el propósito de toda su vida. Diciendo que él padeció indecibles sufrimientos prácticamente desde que era un niño, y realizó titánicos y sostenidos esfuerzos (esfuerzos que coronó con su inmolación ante las balas coloniales), porque creía que la misión del ser iberoamericano en la evolución de la urgentísima humanidad planetaria así se lo exigía. O sea, Martí vivió y murió para una intuición groseramente ingenua y severamente descabellada: que de la sangre y de la tierra de Iberoamérica habría de surgir el hombre que salve al hombre de su terror a sí mismo. José Martí entregó su vida a lo que José Vasconcelos llamaría la Raza Cósmica : la quinta raza por venir del hondo sincretismo de todas las civilizaciones habidas sobre este planeta.
José Vasconcelos publica su Raza Cósmica en 1925, cuando ya era fehaciente el poder global del imperio yanqui. Vasconcelos sentía horror de este poder, porque juzgaba que la doctrina subyacente en la conformación de Estados Unidos era un impedimento mayor para la conjugación de los pueblos del orbe. Esta doctrina fundacional, este entramado religioso-esotérico, tiene por basamento una antiquísima noción que ha sido substancial en el imaginario de algunas civilizaciones: la de ser la nación elegida por las sempiternas fuerzas universales para la realización de propósitos inescrutables. Sólo que mientras las naciones escogidas estuviesen aislados por la geografía y el tiempo no había en realidad una amenaza contundente, pero cuando ya la geografía no existe como un impedimento de contacto humano, y cuando el tiempo se ha transformado en un convencionalismo manipulable según las apetencias y necesidades de las personas, la noción de un país elegido resulta sumamente peligrosa, ya no digamos para el resto de los mortales no-signados, sino para la humanidad toda y para el planeta mismo en que ésta se desenvuelve. Así lo intuyó Vasconcelos en los comienzos de la explosión mecanicista. Si bien admiraba el empuje y brío de los sajones injertados en América, y reconocía su misión de desarrollar las capacidades técnicas y conceptuales para poner a todos los individuos del mundo en interacción entre sí, también abjuraba de su autoexclusión como una especie aparte, autodesignados desde siempre para regir con prepotencia y desprecio, y a su mezquino antojo y conveniencia, los destinos de todos los otros en el astro común.
La Raza Cósmica es un boceto de utopía magnífico que tiene por principio la hipótesis de la civilización intensa. Según Vasconcelos, la alta cultura es una entidad evolutiva que encarna en uno u otro pueblo de acuerdo con una lógica histórica trascendente, que demanda la elevación sostenida del espíritu humano. Así, este ente civilizador pasó de los atlantes a los egipcios de Toth, y de éstos a los griegos de Hermes, para luego retornar, por medio de la Europa helenizada, las costas americanas en donde tendría la finalidad de dar nacimiento a un tipo humano universal: síntesis de miles de años de evolución cultural y conjunción de todas las razas; para luego –en un tiempo impreciso– hacer devenir al hombre en un organismo menos torpe y más afín al espíritu que le crea y le da sustento. La hipótesis implica un continuo retorno a un estadio histórico aparentemente igual, pero, en realidad, más alto e incluyente. También implica el recuerdo permanentemente presente, pero olvidado, de los estadios anteriores, lo que nos convierte en cautivos del estado de la nostalgia. Tal vez sea por ello que no haya persona que no tienda de forma reiterada a otro espacio sin término y sin presencia. Para Vasconcelos esta civilización intensa tiene hoy su campo de germinación en la América ibérica, en donde se gesta un mestizaje disímil y dificultoso. (Los mestizajes contradictorios tardan mucho más tiempo en plasmar, pero su cohesión final produce seres y civilizaciones prodigiosos.)
Contrario a la América sajona que ha buscado lo homogéneo, nuestra América ha tendido a lo heterogéneo. Nosotros somos un Pierrot multifacético, plurisimbólico, dulce y doloroso, bello y horroroso. Esa visión que somos “con pecho de atleta, manos de petimetre y frente de niño” , ese bufón con máscara que somos es nuestra mayor esperanza, pero es también nuestra más grave maldición, pues nos ha hecho carecer de la virtud del propósito común. Divagamos por los meandros de la incertidumbre y el miedo. Renegamos y nos avergonzamos del fantoche que somos, sin comprender que ese ser contrahecho es la imagen que nos ha tocado hacer resonar allá, en la bóveda más alta del universo. Vasconcelos advierte sobre los venenos que nos atosigan: una escisión endémica, oligarquías altaneras con los de adentro y serviles con los de afuera, una situación de corrupción generalizada que no es más que los fantasmas ennegrecidos de nuestro corazón, y una ignorancia brutal que permea desde los más altos estratos sociales hasta los más bajos, y que proviene directamente de la pusilanimidad que nos hemos dejado endilgar por los enemigos de afuera y de adentro: “ el comercio nos conquista con sus pequeñas ventajas.” En estas especiales condiciones cabe la pregunta: ¿podría surgir de este acanijado protoplasma un organismo de tal envergadura que sirva de prototipo para una humanidad superior? El sí o el no lo dará la capacidad para convocar las cualidades de las potencias superiores: imaginación, inspiración, libertad, verdad, belleza, gozo, amor.
Si la respuesta fuese un día positiva, significa que habremos armonizado los elementos que parecen contradictorios. El progreso estaría en hermanar el Occidente que somos con el no-Occidente que también somos, la fuerza de la deducción con la fuerza de la inspiración. Grecia amalgamó la enérgica estructura cognitiva de la razón, vital no sólo para Europa, sino para el mundo entero. Nosotros debemos propiciar un individuo no rapaz, un creador de belleza, un ente que pueda llevar a cabo el fin ulterior de la historia, que es la fusión de los pueblos y las culturas. “ El camino que hemos iniciado es mucho más atrevido, rompe los prejuicios antiguos, y casi no se explicaría si no se fundase en una suerte de clamor que llega de una lejanía remota, que no es la del pasado, sino la misteriosa lejanía de donde vienen los presagios del porvenir.” Este camino es “ el sendero del gusto, no el del apetito ni el del silogismo”. Este camino es “ vivir el júbilo fundado en amor.”
El mundo de ahora no se resolverá por la fuerza de las armas, ni por el empuje de la idea conceptual. Precisa un entendimiento allende todo lo que juzgamos posible para que la gente pueda desenlazar el nudo gordiano de su estupidez. Precisa la preeminencia de la utopía, si quisiéramos usar esa palabra que no dice nada a una posibilidad que lo dice todo. La utopía puede salvaguardar el sentido de la existencia con una suerte de a-racionalidad latente y penetrante. Occidente inventó y enseñó el dominio de lo material, el no-Occidente que nos pertenece debe ayudarnos a armonizar ese poder sobre los elementos con las potestades inherentes a lo más espiritual posible, concibiendo por espíritu no un dogma anquilosado sino una realidad viva y vivible, sin nomenclatura, sin exclusivismos, que nos lleve hacia una mirada diferenciada del ser. En verdad no hay otro lugar sobre este mundo en donde el plasma germinal de la vitalidad humana tenga tanto orgullo“ como en nuestras dolorosas repúblicas de América, levantadas entre las masas mudas de indios… sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles”. No hay otro lugar en esta Tierra de tan vastas condiciones materiales y espirituales para que nazca un hombre nuevo, porque de “tantos que han venido y otros tantos que vendrán, se nos ha ido forjando un corazón sensible y ancho que todo lo abarca y contiene y se conmueve ...”, corazón que “ henchido de vigor impondrá leyes nuevas al mundo” para que “ la realidad sea como la fantasía” .
Si la especie sapiens no encuentra por su propia mano su final, los siglos por venir verán la simbiosis entre las diversas ciencias, hasta configurar una ciencia total que abarque tanto lo físico como lo biótico (incluyendo lo social) en sus variadas gamas de sutilezas; simbiosis que se expresará en tecnologías de manufacturas hoy inimaginables. Un incipiente indicio de esta terrorífica explosión son los avances en nanociencia y en genética, cuyas raíces se empiezan a ver entrelazadas en el fango común del conocimiento. No estarán muy lejos aún los murmullos de la humilde máquina de vapor cuando el sapiens habrá ya devenido en un viajero de las estrellas. La civilización tal y como la conocemos cambiará, pero, ¿también cambiará el corazón de aquel que la crea y le da sustento?
Sería baladí asumir que la utopía de la Raza Cósmica tiene por principio sólo un conjuntado de etnias, una mezcla profusa de genes; mucho más allá de ello es un Estado de Conciencia, una Razón del Ser que implica un entendimiento de la verdad fundamental que compartimos un destino común en el escenario de la vida inteligente universal. La Raza Cósmica no es la igualación de los caracteres, sino la vivificación del anhelado amor entre las personas, el entendimiento cabal del mensaje del Cristo, aquello que cuando sucediera, según dijo Pierre Teilhard de Chardin, sería la segunda vez en la historia del mundo que el hombre descubriera el fuego. La Universópolis –ese centro de donde emanarían para todo el orbe las buenas nuevas: la belleza hecha carne y mente– tampoco podría concebirse sólo como una ciudad o una región o un Estado; más bien sería un cuerpo doctrinal de tal talla y trascendencia únicamente comparable a la metafísica sublime que propició la gran civilización egipcia. Un cuerpo doctrinal que saldría de la gente profundamente imbricada de estas tierras. Los matices de esta “metafísica existencial” hoy no podemos ni imaginarlos, sólo podemos soñar que existen dentro y entre nosotros. Y tener ese sueño (tal como lo tuvieron Vasconcelos, Martí, Bolívar, Che Guevara, entre otros y otras) en este mundo que se desmiembra como un leproso es tener mucha inocencia y candidez… ¿O no?
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